viernes, 27 de julio de 2012
IDENTIDAD
Hubo una vez en un viejo paÍs una aldea de casitas blancas y flores de todos colores. Estaba recostada en la ladera verde de una montaña muy alta que en los amaneceres de primavera anunciaba la llegada del sol con el brillo de su cumbre nevada. En esa aldea vivía un chico que siempre estaba contento y que alegraba a todos con sus juegos y travesuras. Se llamaba José Perez y había perdido a sus padres cuando era pequeño. José ocupaba el altillo en la casa de Don Tomás, el ebanista, un señor serio y callado que como había sido amigo de su padre lo cuidaba y le enseñaba el oficio. Don Tomás sabía hacer muebles muy fuertes y con lindos adornos.
Pasó el tiempo y un día de verano José, que ya ten{a 20 años, acompañó a unos señores que querían subir a la montaña. Salieron a la mañana muy temprano; José tenía los músculos jóvenes y ágiles; mientras les explicaba a los señores los secretos de la montaña, les enseñó a disfrutar del aire y de la nieve y a trepar por las paredes de piedra lisa. Cuando volvieron al pueblo, todo el mundo comentaba lo bien que había subido José a la montaña, la fuerza de sus brazos y la resistencia de sus piernas. Así fue que José se hizo alpinista. Y cuando no estaba trabajando con Don Tomás, guiaba a los visitantes en la montaña y escalaba sus picos agudos q e, como eran muy, pero muy peligrosos, nunca los había subido nadie. Se hizo famoso en toda la región y todos comentaban y elogiaban sus hazañas. Muy orgulloso de ser un gran alpinista, el muchacho puso en la puerta de su casa una chapa de roble que decía: "José Perez - Guía de Alta Montaña".
Después de muchos años de escalar y escalar, José se fue haciendo más grande, más pesado y más blando. Y empezó a notar algo que nunca pudo contar a nadie. Los abismos de la montaña le daban miedo. Cada vez que subía las cumbres de piedra fría o caminaba por las pendientes de hielo, tenía miedo. En sus pesadillas se veía cayendo en profundos y oscuros precipicios; todos lo miraban, se reían de él y no trataban de ayudarlo. José vivía temiendo que le pidan subir otra vez, pero como los habitantes de la aldea lo consideraban un gran escalador, tenía mucho trabajo. Todos esperaban de él nuevas hazañas para poder comentar con sus amigos en la taberna y alardear con la gente de los otras aldeas.
Cuando José cumplió cuarenta años falleció Don Tomás y como no tenía hijos, le dejó su taller en herencia. José quitó de la puerta de su casa la chapa de roble y anunció que se retiraba de la profesión de guía de montaña. No dijo que era porque tenía miedo sino porque quería dejar su lugar a los jóvenes. Y todos lo elogiaron: "José es muy noble y generoso". Entonces pudo dedicar todo su tiempo al trabajo en el taller, a hacer muebles cada vez más hermosos y a disfrutar del olor de las maderas finas. Con tanto gusto trabajaba José, que los aparadores, los roperos y las mesas le salían muy lindos. Su prestigio de ebanista fue creciendo y llegó a ser el más famoso del país. Sus vecinos lo elogiaban y visitaban el taller; comentaban sus hermosos diseños, y esperaban expectantes las novedades de su espíritu de artista. José era feliz. Y escribió con su linda letra y clavó en la puerta de su casa un cartel hecho con palo de rosa que decía: "José Perez -Ebanista".
Pasó el tiempo. José ya tenía 60 años, seguía fabricando muebles hermosos, pero los vecinos comenzaron a comentar que se le había agotado la imaginación. "Este rosetón lo vi en una cómoda de hace diez años" "Pobre Don José; ya no es el de antes". José se daba cuenta de que los visitantes de su taller muchas veces se iban decepcionados, agitando la cabeza y hablando en voz baja. Y volvieron las pesadillas. José en sus sueños estaba desnudo y se veía torpe y ridículo. La gente señalaba sus muebles, se reían de él y le hacían burlas.
Como Don José era un poco viejo, comenzó a tener dolores en los huesos. Así fue que pudo dejar su trabajo de ebanista y retirarse a tomar sol en la plaza de la aldea. El dijo que era por los dolores, pero en realidad dejó el trabajo porque ya no le gustaba. No tuvo más pesadillas y pudo conversar mucho con sus amigos. Algunos jóvenes le pidieron su consejo cuando se peleaban con sus novias y Don José les hizo ver muchas cosas que no habían tenido en cuenta. Otros lo consultaron en sus negocios, o le preguntaron que opinaba acerca de la educación de los hijos. Don José contestaba lo mejor que sabía y siempre encontró que los vecinos se lo agradecían, lo comentaban entre ellos y elogiaban su
sabiduría. Y se hizo fama de sabio. Pero llegó el momento en que la gente comenzó a dejar de consultarlo. Los problemas de las personas y los consejos que él les daba eran siempre los mismos de modo que eran consejos conocidos y que habían sido comentados entre ellos muchas veces. Ya no se podía esperar opiniones novedosas de Don José. Ya no servía.
Las nuevas pesadillas de Don José fueron parecidas a las anteriores. La gente le preguntaba cosas y cuando él trataba de contestarles no lo escuchaban. Le decían "Siii... Claro!!! Siii...Claro!!!, y otra vez se reían de él y otra vez le hacían burlas porque otra vez estaba desnudo y ridículo.
En una limpia tardecita de primavera estaba Don José triste y solo sentado en su banco de la plaza. La montaña, el cielo y el valle lucían con orgullo sus colores luminosos y los pájaros se cortejaban en revoloteos despreocupados. Había en la plaza un niño jugando con las piedritas, trepando a los árboles y persiguiendo a las palomas que bajaban a picotear las semillitas del piso. Cada tanto corría donde estaba su padre y le señalaba algo. El papá le acariciaba la cabeza, lo felicitaba sonriente y parecía sorprenderse de las cosas que le mostraba. Mientras el niño estudiaba reconcentrado una hormiga o hacía dibujos con un palito en el piso, el padre lo miraba con amor y con orgullo. Cuando su mirada se cruzó con la de Don José, su sonrisa parecía pedir disculpas. Pero en la sonrisa de Don José había otra cosa, como un descubrimiento. Volvió a su casa y mientras cenaba en su vieja cocina miraba distraído a través de la ventana millones de estrellas temblando en la profundidad del cielo. Esa noche no tuvo pesadillas. A la mañana siguiente se levantó temprano, tomó sus antiguas herramientas y una gran tabla de ébano y trabajó todo el día. Esa noche, cuando estuvo terminado el trabajo, los vecinos que pasaban por su taller se detenían a comentar la novedad. El gran cartel oscuro era el más hermoso de la aldea. Decorado con preciosos filigranas y vistosos colores decía: "Aquí vive José Perez. El también es un hijo".
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