Primero, una explicación: durante un montón de años participé de un estudio sobre malformaciones congénitas que no es el caso de describir en detalle. Este estudio se llama ECLAMC. Pues bien: aquí, y exclusivamente para los que visitan este blog, voy a describir algunos de los más inconfesables de esos detalles.
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En algún momento, y si esto sigue así, alguien va a querer curiosear acerca de los orígenes del ECLAMC, de como funcionó este engendro en sus primeros tiempos. Me refiero no tanto a fechas, datos documentales, nombres o fundamentos teóricos. Esto ya está perfectamente detallado en la “Historia” que Eduardo (N.A.: Eduardo Castilla, el inventor del curro) tiene en exposición en esta misma página. Pero hay otras cosas que, aunque demasiado subjetivas como para poder ser consideradas “historia” en el sentido clásico del término, son también importantes y pueden aportar datos que sirvan para explicar las motivaciones últimas que algunos de los participantes tuvimos para meternos en esto. Ya, al pasar, Eduardo menciona una de las principales. En sus primeros tiempos, el ECLAMC era un magnífico pretexto para faltar una vez por semana al hospital, adquiriendo, de paso, fama de científico. Después, cuando a la vera de la incubadora, uno disertaba acerca de los cromosomas o de esas cosas raras que existen, se podía palpar el respetuoso y denso silencio que se cernía sobre el auditorio. Los colegas se apartaban un poco de modo de no rozar el aura, mientras estiraban el cuello para no perder detalle de la exposición. Uno tenía absoluta libertad para dar rienda suelta a la creatividad. Podía mentir impunemente, inventar síndromes, agregarle leyes a Mendel... es decir que por lo menos en este exótico tema, se podía ser categórico. Rara vez algún galeno con mala entraña formulaba preguntas tales como: ¿Y eso, para qué sirve? Y si lo hacía, era fulminado por las miradas de los demás. En ese caso, con aire de paternal tolerancia, había que doblar la apuesta y comenzar a mentir sobre terapia génica lo que provocaba el regocijo de los partidarios de la ciencia, que decían que sí enérgicamente con la cabeza. El rebelde bajaba la mirada, humillado, y no volvía a hablar. Esos pequeños triunfos iban colocando al participante del ECLAMC dentro de la categoría de los intocables. Ni que decir si se sobornaba al jefe del servicio poniéndolo como coautor de trabajos tales como “Un caso de trisomía 18” para las “Jornadas” del hospital. Con esas maniobras, se pasaba a ser el crédito y el consultor sobre temas científicos de todo el mundo. Hasta de los cirujanos. Pienso que, si bien estas módicas corrupciones no son conductas recomendables, tampoco son demasiado graves. La gravedad estaba en que algún despistado solía terminar creyéndose la mentira fabricada tan pacientemente abriendo la boca ante el público equivocado, por ejemplo, ante genetistas. Mi técnica, cuando me veía obligado a hacerlo, consistía en hacer preguntas, y eventualmente, que las respuestas que se me pedían sonaran como tales. Y siempre dejando una puerta abierta para el humor, que es la mejor gambeta para no quedar mal parado. En otra oportunidad, me referiré a las primeras impresiones acerca de “Los Jefes” del ECLAMC. Sobre ese tema se podrían escribir volúmenes.
viernes, 26 de agosto de 2011
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