miércoles, 10 de noviembre de 2010

QUINCE

RECUERDO


Yo tendría cuatro, quizá cinco años. Estaba en la casa de mi infancia, de pie y mirando serio y concentrado a mi papá quien, dándome casi la espalda y sentado en el suelo, remendaba el revoque de una pared. Qué circunstancias rodeaban a esta escena, no lo sé. No sé incluso si todo fue vivido o soñado. Lo cierto es que, aún ahora, tantos años después, ese recuerdo me entibia el corazón. Seguramente, yo estaba en silencio; es posible que él me explicara cómo se prepara el revoque, tal vez me contara algo... Sé que yo no necesitaba decir nada ni hubiera podido hacerlo. Allí estaba mi dios y me hablaba. Mi dios pequeño y por un momento cercano me hablaba a mí solo; sereno, tolerante, quizá algo socarrón para no mostrar toda su ternura me estaba diciendo —a su manera— que yo era un chico bueno, que estaba contento conmigo y que me quería. Con seguridad mis ojos estaban secos; aún no había aprendido a llorar de amor. Imagino mis manos unidas en la espalda y a mi corazón abierto hacia adelante, recibiéndolo a él, mi dios pequeño y querido.


Mi nieto me llama. Camina con sus pasos vacilantes, señala algo, me exige atención; a veces me mira pensativo. Es probable que esté reclamando él también un momento que lo ayude a vivir. Un momento como aquel, cuando tuve a dios al alcance de la mano. El primero y más tierno recuerdo de mi niñez.

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