MARTINCITO
Durante años fuimos inseparables. Tuvimos ese tipo de amistad en la que todo está implícito. Aunque todavía éramos demasiado chicos y el amigo era sólo un compañero de aventuras. En las muchas tardes jugando en mi casa o en la tuya, en los campamentos o en las noches de charla adolescente, nuestra relación fue siempre la de compañeros; no supe ser tu amigo. Mucho después me di cuenta de que vos hubieras necesitado algo más. Es probable que conociéndome como me conocías no contaras conmigo para hablar de lo que te lastimaba, de esa angustia que no podías compartir, que no tenías con quién, que no sabías cómo compartir. Es posible —me duele decirlo— que tuvieras razón. Nunca fui muy bueno para ver a mi alrededor, y no hubiera sabido qué hacer o decir. Yo disfrutaba, casi sin notarlo, de todo lo bueno. Vivía como debería ser vivida siempre la felicidad: como el estado normal de las cosas, un presupuesto lógico que me esperaba al despertar y me acompañaba en forma de padres, hermanos y amigos hasta que volvía a dormirme para elaborar mis sueños. Vos te conformaste con compartir ese clima sin esperar nada más. Muchos años después supe que te fallé, y no sabés cómo lo lamento. Es que yo no sabía nada de frustraciones de adultos, de odios grandes o pequeños, de conflictos familiares, sociales o de trabajo. No concebía que un adulto pudiera ser injusto con su hijo, que lo castigara para descargar extrañas furias. Quizá me hubiera animado a abrazarte fuerte, aunque tal vez ni siquiera eso. Tal vez me hubiera paralizado el terror al vacío, al vacío de una vida sin el amor de un padre.
lunes, 15 de noviembre de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario