EL BARRIO
Quiero un mágico reloj que retroceda
y me lleve a la plaza de mi barrio
enredado otra vez en la quimera
de vivir esa eterna primavera
que no quiso saber de calendario
Otra vez los muchachos y el potrero
otra vez la inocente fantasía
de querer gambetearse hasta el arquero
dominando a lo Zito la de cuero
y unas ganas de ser que... ¡Mama mía!
Rubén Cersósimo
Miembro benemérito
del Vagobian club.
(algunos años después)
Me cuesta imaginar la vida de toda esa gente que vive lejos de una plaza. Sin un espacio abierto donde tirar una piedra, donde juntarse con amigos para jugar, para discutir o para inventar de nuevo la filosofía en terreno neutral, donde cada uno vale por sí mismo. También para aprender en la práctica cómo funcionan los sutiles y delicados resortes que fabrican y mantienen la amistad.
La Cerreti era igual a muchas plazas de Adrogué. Quizá otras tuvieran una personalidad más definida. La plaza Brown, por ejemplo, era la “Plaza Mayor” con Iglesia, Municipalidad y Escuela Nº 1 y mucho más grande que todas por su superficie y también por su altura (tenía eucaliptos) Además, la plaza Brown y la Adrogué eran las únicas que tenían una estatua de bronce. La Cerreti, en cambio, al igual que las plazas Azopardo y Bynon era chica, redonda y cruzada por dos calles y una diagonal. Tal vez una sola cosa la hacía única: era nuestra. El barrio la sentía y la usaba como al alma. Se instalaba en ella y se miraba para adentro. Nuestra plaza no se daba fácilmente a los extraños. No tenía nada que llamara la atención. Es probable que los que la hicieron sólo buscaban evitar que se juntasen tantas esquinas, de modo que en ella todo era común y corriente. Las veredas de baldosas siguiendo la dirección de las calles, los canteros con sólo pasto y entre unas y otros, conchilla. Pudiendo plantar palos borrachos o jacarandaes que atrajeran con flores llamativas, pusieron tipas, que sólo daban una sombra discreta y asimétrica. Llevaba bastantes años descubrirla; en el curso de esos años, y sin notarlo siquiera, uno le había agregado algo.
Nuestra casa miraba hacia la plaza. Una de las dos ochavas largas —entre las calles Cerreti y Bouchard— era la nuestra. Esa esquina se distinguía de las otras por las casuarinas, la vereda con baldosones de granito y una cancha de bolitas donde una vez —con trampa— me ganaron un acerito grandote, frío y pesado que era el orgullo de mi colección. Pero ésa es otra historia.
Las casuarinas, además de alfombrar la ochava con sus espinitas marrones, servían para distinguirla de las otras. En las calles del barrio sólo había plátanos, paraísos y muchos pájaros. Bouchard tenía algo de misterio; su sombra era más espesa que en Toll y que en Cerreti, siempre abiertas al sol. En todas ellas, veredas desiguales de baldosas flojas, lajas o ladrillos; quintas escondidas entre árboles y chalecitos desparejos con pequeños jardines.
Si la plaza era el alma del barrio, los “negocios” eran sus cronistas y guardianes. A través de ellos se entraba en su vida íntima y se participaba de sus pequeñas historias e intrigas. En aquel tiempo, los comercios tenían nombre de personas, no marcas. Para nosotros, el primer lugar lo ocupaba el almacén de Raúl. Estaba frente a casa, sobre la esquina de Bouchard y Toll, en una casa amplia, antigua y fresca. Raúl, de ritmo pausado, voz tranquila y ojos sonrientes, anotaba todo en una libretita negra de renglones rojos. Cuando quedamos solos, al cuidado de Mercedes (llegó a casa como empleada y terminó siendo la hermana mayor) Raúl comenzó a hacer trampas. Siempre silencioso y pausado, sin mencionar nunca el tema y casi con pudor, Raúl anotaba menos de lo que nos daba.
El boliche de Sánchez estaba en la otra ochava grande, junto a las casas de Travella y Grigione. Cuando en invierno yo entraba de noche en su penumbra con piso de madera a comprar “Particulares suaves” para papá, me golpeaba la cara el humo de los cigarrillos y el calor, las voces roncas de los pensadores, alguna risa o exclamación de los que jugaban al tute o al truco y los golpes secos y agudos del taco a las bolas de billar. Me sentía más chico aún de lo que era; un intruso en ese templo de la virilidad.
La carnicería del gallego Fernández que estaba sobre Cerreti, la verdulería de Don Antonio, la librería y mercería de Blanquita Recuero, el despacho de pan que atendía la señora de Grigione frente a la quinta de Casais, la peluquería del suegro de Tito; todos los negocios del barrio eran de vecinos o amigos y estaban sobre la plaza o muy cerca de ella. Único ejemplar de una categoría aparte, la farmacia de Zomero ocupaba una de las ochavas chicas. Por ser un santuario de la ciencia, el vecindario no consideraba que la farmacia fuera un ámbito adecuado para intercambiar chismes, de modo que se prefería preservarlo de todo riesgo de contaminación. Como la casa, nuestra vida miraba más para el lado de la calle Drummond que para el de Castelli. De manera que el almacén de Bassetti, la ferretería de Lazzatti, la Armenia (tienda y mercería) y la panadería de Sardi, en Drummond casi Bouchard, eran también parte de nuestro universo.
Como era inevitable, la plaza Cerretti tenía su barra. Sus miembros se abstenían en lo posible de trabajar, por lo que muchos debieron buscar un motivo capaz de justificar esa actitud, por lo que se dedicaron a estudiar algo. Así fue como muchos terminaron médicos, ingenieros o abogados. Esos vagos “bien” decidieron fundar años después el “Vagobian club”, pretexto para la nostalgia y periódicas comilonas en el Club Brown. Miembros fundadores del Vagobian club fueron Alfredo y Quito.
(continuará)
viernes, 19 de noviembre de 2010
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