EL BARRIO
— ¿Pero vos está loco? ¿Cómo pensás jugar así? (Lesca estaba
desesperado)
— Y bueno... ¿Qué querés...? —dijo Lucho— Yo había quedado en venir
y vine...
Aquel desafío con los colorados de los cuatro vientos lo había tenido preocupado a Lesca toda la semana. No porque pensara que esos pataduras pudieran siquiera compararse con el equipo de la placita, con la clase y visión del juego de Rubén (Cersósimo), la gambeta en velocidad del otro Rubén (Morana) o con la seguridad en el arco del gomita Acosta. Pero Lesca no podía olvidar que la última vez que jugaron en la canchita del club Adrogué, por querer sobrarlos con jueguito, los colorados les habían ganado un partido increíble. Esta vez había que tomarse las cosas en serio, así que los picados en el baldío de su casa comenzaron a parecerse a entrenamientos en serio, con jugadas preparadas y todo. Pero costaba bastante que esos reos se tomaran algo en serio. Como eran estudiantes, les parecía que un partido de fútbol con la barra rival, de ninguna manera era algo de vida o muerte. Ellos estaban por encima de esas pasiones infantiles. Y más con la rémora de los Grigione, del petizo Prividera y del Cuqui Lahulé, que como no les interesaba el fútbol estaban siempre hinchando para jugar a la billarda.
— Escuchame querido... (mientras daba forma a la idea, Rubén
Cersósimo pinchaba cuidadosamente el pucho con una ramita de paraíso para poder fumar sin quemarse los dedos) Vos no podés pensar que porque hayamos perdido un partido, o perdamos dos o cien partidos con esos cosos, somos inferiores a ellos... La clase es la clase, y nuestro juego tiene clase, viejo, aunque esos troncos hagan los goles... En la vida hay otras cosas mejores que hacer goles...
— Sí, decir pelotudeces, por ejemplo... dijo Lesca (se sentía solo en la
empresa de evitar una nueva humillación)
— Está bien, Luisito, no te calentés. Lo único que te pido es que les
aclares a esos ñatos que el partido tiene que terminar más bien temprano. A la noche tengo que ir a Los PLátanos y antes tengo que bañarme y empolcharme con tiempo... (por ser de los más grandes, Rubén no dejaba pasar la oportunidad de mencionar que ya iba a los bailes)
Mientras ellos hablaban, varios se dedicaban a dejar pasar el tiempo mascando madreselvas, haciendo comentarios resignados acerca de la condición femenina, o discutiendo con pasión alguna victoria de independiente —el indio Consiglieri era todo un fanático— sobre Estudiantes de La Plata —el amor de Alfredo—. Mientras tanto, Bebe Poch practicaba. Parado en la troya, en medio de la plaza, afirmaba los pies como un jugador de golf. El pretendía ser un virtuoso de la billarda. Podía levantar el pío a la altura que le pidieran, mandarlo más lejos que nadie por Cerreti, y acertar casi con exactitud a cuántos palos de distancia había llegado. Se podía decir que el Bebe y su hermano Pocho eran los expertos en deportes alternativos. A ellos se les unían los otros negados para el fútbol como los mencionados Grigione, Cuqui Lahulé y el petizo Prividera, además de Carlitos Arati y Darío Cersósimo.
Todos los juegos de la barra tenían un denominador común. Eran muy baratos. Se jugaban con pedazos de palos de escoba, pelotas en desuso del club de paleta o del 9 de julio que conseguía Fito Guallar, chapitas de cerveza para arrimar a la pared, etc. Ninguno tenía un peso, pero eso se soportaba con elegancia. Ellos eran “bien”; ya habían llegado. Eran estudiantes. Iban a ser abogados, médicos, ingenieros y ya estaban en camino; aunque para algunos ese camino dio demasiadas vueltas. Como el de Rubén Morana, que antes de ser médico fue albañil, pintor de obra, pocero y boxeador.
Respecto del desafío con los colorados de los Cuatro Vientos, había un problema que preocupaba a Lesca. Si bien el equipo de la placita tenía varios astros, todos reconocían que la pieza más importante en su funcionamiento era el Lucho Rojas, el hijo del mecánico. Parado como centrojás en medio de la cancha, no sólo sabía ejercer su autoridad con los rivales que pretendían avanzar, sino que distribuía el juego poniendo la pelota justa para las entrads fulminantes de sus delanteros. Si el último partido lo habían perdido, era porque lucho no jugó. Hacía unos meses que en la casa lo tenían con la rienda corta. Había llevado varios aplazos, y sus visitas a la plaza eran últimamente muy espaciadas. A pesar de todo, Lucho se había comprometido a jugar, con o sin permiso.
Quizá por ser tan esperada, la llegada de Lucho a la canchita del Club Adrogué fue tan espectacular. Estaban todos ya cambiados y practicando en un arco; se lo vio venir de lejos, caminando medio rengo como si estuviera lesionado y cargando una especie de verja pesada que cambiaba de hombro cada tanto. Lesca, que estaba en un aparte con Rubén Cersósimo repasando una jugada preparada, se la fue acercando lentamente con una expresión mezcla de asombro, pánico, indignación e intriga. Simplemente, veía algo que no existía, una alucinación demasiado real para ser tolerable. Un tobillo de Lucho estaba encadenado. Una de esas cadenas gruesas que se usan para levantar motores de auto daba la vuelta a su tobillo izquierdo, asegurada con u candado grueso y se continuaba por dos o tres metros (Lucho, para no arrastrar la cadena por el barrio los tenía plegados y colgando del cuello como una bufanda). El otro extremo daba varias vueltas a una especie de enrejado de hierro al cual estaba unida por otro candado. Fue entonces que tuvo lugar el diálogo:
— ¿Pero vos estás loco...? ¿Cómo vas a jugar así...?
— Y bueno... ¿Qué querés...? Yo había quedado en venir y vine...
Después, Lucho contó. Él tenía que estudiar y su viejo tenía que atender
el taller. Como por lo tanto no iba a poder vigilarlo y la historia de la revancha con los colorados había sido ya suficientemente discutida, el papá optó por dictarle una especie de prisión preventiva asegurándolo a la cama con una cadena larga como para permitirle moverse entre su mesa y el baño. Una vez solo y después de comprobar que tanto los candados como la cadena eran indestructibles, Lucho hizo la heroica: desarmó la cama y se fue con cabecera y todo a la cancha. Tal muestra de lealtad a la barra acalló todos los cuestionamientos. Lucho, impedido de ser el patrón de medio juego, pasó a atajar con la cabecera de la cama en el fondo del arco (una especie de cábala) y el goma Acosta a imponer respeto como zaguero recio.
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