viernes, 26 de noviembre de 2010

DIECIOCHO

AQUELLA PARROQUIA


La canción del Aspirante
ágil, pura y transparente
es un canto de alegría
de alma bella e inocente...



Del “Himno de los Aspirantes
de la Acción Católica”

Por las luces no veo bien y tengo frío, pero no puedo moverme mucho ni dejar que me vean temblar. Se oyen voces que cuchichean y alguna tos ahogada. Tengo que caminar con las manos en los bolsillos y muy despacito hacia la derecha por la raya de tiza que hizo el Padre Gómez en el piso. Después tengo que pararme, sacar las manos de los bolsillos y taparme la cara. Me lo explicaron mil veces y en los últimos ensayos me salía bastante bien, pero justo hoy las manos se me traban y aunque tironeo no quieren salir. Me doy cuenta de que tengo los puños cerrados por el miedo; al aflojarlos puedo sacar las manos, taparme la cara y mover los hombros como si estuviera llorando. Después de un ratito, empieza la música del disco. Yo canto mirando bastante para arriba como me dijeron que tenía que hacer.


Mi debut en el teatro de la parroquia fue un golpe bajo. Nuestro público disfrutaba de ese tipo de jugadas. Es escena estaba un chico de seis años, hijo y hermano de amigos, representando el papel de un huerfanito hambriento en busca del amor de una familia y de un lugar donde vivir. Lo hacía cantando solo y desamparado en un escenario (esta parte era la pura verdad). Aunque supongo que mi voz no llegaba a la tercera fila, cuando terminé y se prendieron las luces de la sala, todos estaban llorando; algunos conmovidos por el drama del personaje y otros, que no llegaron a enterarse de la letra, por el sufrimiento del actor. Hubo una ovación; mi escena era el número fuerte de “La deliciosa comedia en tres actos” de la cual no recuerdo ni el título ni el argumento. Pero que, sin lugar a dudas, terminaba bien. En la última escena yo seguramente era abrazado y acariciado por unos bondadosos padres adoptivos o, mejor aún, me reencontraba con mi verdadera madre que me creía muerto.

Con algunas variaciones, las obras que representábamos en la parroquia tenían ese mismo tono sentimental. Jóvenes enamorados —él rico y ella pobre o viceversa— villanos repugnantes y libidinosos llenos de dinero, padres arruinados que cedían por debilidad (al final de la obra se arrepentían) a la seducción del malvado que quería apoderarse de la heroína vaya a saber con qué fines,, en prosa y a veces en verso, transcurriendo casi siempre en una incierta época de principios de siglo y en ambiente rural, en extremadura o en las pampas argentinas. Algunas veces como en la de mi debut, con partes musicales de solistas, más frecuentemente con coros de campesinos que cantaban gesticulando con uno u otro brazo y que simulaban dialogar entre ellos en las partes instrumentales. Dramas con final feliz, conflictos de pasiones simples y al gusto de gente simple.

Si bien nunca figuró en el programa, el motor de toda esta actividad teatral, el que seleccionaba el repertorio, distribuía los papeles, marcaba los personajes y seguramente también el que más disfrutaba de la obra, era el padre Gómez, un teniente cura oriundo de algún lugar de España, famoso porque sus misas eran las más cortas gracias a su latín mascullado y apocopado y a su elasticidad para las genuflexiones. El padre Gómez era al preferido de la gente apurada y de los penitentes vergonzantes, ya que sus confesiones eran tomadas a un ritmo tal que no permitían ningún tipo de análisis ni detenerse en turbadores detalles.

Pero la personalidad dominante en la parroquia era, sin lugar a dudas, la del cura párroco, el padre Masramón. Cura de los de antes, caudillo, discutidos, temido por algunos, admirado por todos, este catalán petizo, con sentido del humor y ternura escondida y pudorosa, fue para mí el abuelo que me faltaba. Sobre todo, fue amigo de papá y para mí, eso era suficiente. En una parroquia en la cual muchos feligreses estaban tentados a envanecerse por razones de prosapia, él sermoneaba blandiendo el Evangelio como un látigo, buscaba agrupar a los obreros y repudiaba las actitudes de beneficencia sospechosas de hipocresía. Él exigía amor verdadero; sobre todo, justicia. Todo eso lo comprendí más tarde. Ante el padre Masramón yo era entonces un chico y así me sentía. Todo lo que necesitaba de él era su sonrisa de aprobación, su complicidad implícita, a lo sumo alguna palmada en el hombro. Y eso nuca me faltó.

(continuará)

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