AQUELLA PARROQUIA
Así como Alfredo y Quito reclutaron sus amigos en la placita del barrio, los hermanos menores lo hicimos en la parroquia. Allí tuvimos hermanos, tíos, tías, abuelos y abuelas postizos de sobra. Con una frondosa agenda colmada de reuniones, debates, deportes y campamentos, la parroquia siempre fue una extensión de nuestra familia. Junto a aquellos amigos: Guillo, Daniel, Omar, el Largo, Chiche, Rafael, o el Mono, bohemia inocente de noches en blanco, pensábamos la vida del derecho y del revés. Otras veces, en un silencio asombrado y respetuoso, simplemente asistimos al despertar del zorzal o a la salida del sol. Nuestras ingenuas y trasnochadas aventuras adolescentes no pretendían desafiar a nadie. Eso sí: estábamos tan bien juntos que resultaba difícil separarnos para ir a dormir cada uno a su casa.
¿Sabés qué pasa...? Rafael estaba en uno de sus mejores momentos de inspiración mística: miraba hacia arriba las últimas estrellas de la madrugada y se pasaba la mano por la frente como para acomodar el pensamiento. Lo bueno de creer que existe Dios es que a la fuerza tenés que convencerte que no sos vos, que vos no sos Dios... ¿Me entendés? Y si uno do es Dios, entonces... ¡No está solo...! ¿Me captás...? (estábamos en esa madrugada de sábado, prolongando en un banco de la plaza Espora la reunión de los viernes a la noche en la parroquia)
— ¡Acabala, Rafael...! le replicó el Mono que no era afecto a ese tipo de
arrebatos teológicos. Yo no estoy solo porque estoy con mi vieja: punto uno. Y punto dos: si te acepto que existe Dios, es porque me lo dijo la vieja. Así que relajate y no me compliqués la vida.
Mientras tenía lugar este profundo debate, los demás: Carlos, el Largo, Tapy, Chiche y yo, asistíamos llorando de risa a un show improvisado por Omar. Con todo su talento para captar escenas insólitas y graciosas, imitando todas las voces, enriqueciendo los diálogos con agregados de su cosecha, estaba recreando el último papelón protagonizado por el grupo una semana antes en la Munich de la estación (a la que siempre llamamos “La Alemana”). Allí nos habíamos reunido para festejar que uno de los mayores se había recibido de algo. El desastre se desencadenó sin anunciarse como un rayo en un cielo sin nubes y de la forma más inocente. Recién comenzábamos a comer las salchichas con ensalada rusa de rigor, cuando uno tuvo la poco feliz idea de tirarle una miguita de pan a otro. Así se inició, en forma por demás prematura, una rutina de este tipo de reuniones reservada habitualmente para el final.
Las dos ideas poco felices que siguieron las tuvo Viola. Él llevaba sotana por estar en el seminario, y si bien era amigo de todos, ejercía aún sin proponérsela cierta autoridad sobre nosotros. Seguramente pensó que convenía corregir el rumbo que tomaban las cosas porque interrumpió abruptamente el tiroteo con una filípica memorable llena de alusiones al buen ejemplo, la responsabilidad, la sana alegría, etc. Su improvisado sermón tuvo un éxito si se quiere excesivo. No sólo consiguió un instantáneo alto el fuego sino un decaimiento general del tono festivo de la reunión. Pero Viola no quería arruinar la fiesta; entonces, con la intención de levantar los ánimos, puso en práctica su segunda mala idea. Nada menos que iniciar aquel fatídico rito de: “Tómese otra copa, otra copaaa de vinooo... Ya me la tomëee, ya se la tomóoo, y ahora le toca al vecinooo...!”
A partir de ese momento nuestro amigo ensotanado perdió el control de la situación. Casi en forma automática, y antes de terminar la primera salchicha, se encontró en medio de veinte jóvenes alegres en exceso que se arrojaban ensalada rusa usando los tenedores como catapultas, chorros de sifón y panes, mientras trataban de seguir articulando a coro la letra incitante, ya transformada en canto guerrero. “¡Tómese otra copa, otra copaaa de vinooo...!!! Los denodados esfuerzos de Viola por volvernos al orden y la sana alegría fueron absolutamente desoídos. Creo que n fueron oídos. Cuando los mozos de la alemana —todos españoles— decidieron librarse de esos vándalos energúmenos echándonos a la calle en forma humillante, el Largo, de mayor edad que nosotros y relativamente sobrio, pretendió conseguir alguna tolerancia adicional con una argumentación por demás débil, pero que fue la única que encontró en medio de su propia confusión mental:
— “¡Disculpe a los muchachos...! —le dijo al mozo que nos echaba—
¿Sabe qué pasa...? Son todos estudiantes... y, usted sabe...¡Quieren “expansionarse” un poco...¡
El mozo, que había agotado su capacidad de tolerancia, y demostrando un amplio conocimiento de la vida en general y de psicología de la adolescencia en particular, la contestó al Largo con toda su voz y sin apelar a ningún tipo de eufemismo:
— ¡Pues señor...!¡Esto es una confitería...! Si estos jóvenes quieren
“expansionarse”... ¡Que se vayan a un quilombo...!!!
Felizmente, nuestro estado de inconciencia facilitó el trabajo del personal de la Munich. Fuimos echados, el Largo incluido, sin que nos enteráramos de lo que estaba pasando. El episodio pudo ser reconstruido a través de fragmentos de memoria que los distintos protagonistas conservamos de fugaces momentos de lucidez. La parte que nos faltó recordar a pesar de todos los esfuerzos, fue el momento en que Viola se fugó tratando de no involucrar a la iglesia en un escándalos de borrachos. Seguramente no encontró la forma de disimular su flamante sotana.
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