LA COLONIA
Era un sábado y en casa había más gente que de costumbre. En el porche y en el comedor señoras con chicos y también alguno que otro padre, ocupaban todos los sillones y sillas que teníamos. Algunos hablaban entre ellos en voz baja. Mamá estaba sentada frente a una mesita anotando nombres y direcciones y conversando con otras mamás, explicando dónde quedaba El Reta, cómo era la casa, etc. Papá, en una pieza transformada en consultorio, revisaba a los chicos que iban pasando por turno. Les oía la espalda, les tocaba la barriga y les miraba los ojos y la garganta. La única condición para formar parte del grupo era que los chicos no conocieran el mar, y como la noticia había corrido por el barrio, sobraban candidatos.
Yo miraba tratando de no ser notado, cuando entre la gente que esperaba lo veo a Gentile, mi compañero de escuela. Estábamos en tercer grado de la Número 1, y en muchos recreos nos juntábamos para jugar a las figuritas. Gentile estaba con la mamá, una señora gorda, bajita y de brazos cortos que no dejaba de hablarle. Cuando me acerqué a saludarlo me di cuenta de que recién en ese momento se enteraba de que el Doctor Salgado que llevaba chicos al mar era mi papá. Tanto él como yo nos alegramos de tener un conocido en un grupo tan grande. Como faltaba bastante para que le tocara la revisación, la mamá lo dejó venir conmigo para conocer la casa. A él le interesaba sobre todo visitar el gallinero del que le había hablado muchas veces, así que pude lucirme explicándole cómo funcionaba la incubadora, la “madre”, etc.
Al anochecer, terminada la inscripción, mamá y Doña Adela se quedaron arreglando el comedor. Doña Adela y Don Ángel eran un matrimonio sin hijos vecinos nuestros. Quizá sin tener real conciencia de lo que hacían, iban a viajar con el grupo para ayudar. Se habían anotado 25 chicos; más no entraban en la casa del Reta. Papá le había pedido a Don Juan Porello que contratase gente para cerrar un costado de la galería; además tenían que poner las ventanas, puertas, luces, etc.. Sumando la galería transformada en dormitorio y llena de catres, más algún espacio que quedaba en las cuatro piezas y el living de la casa, se podía albergar a todo el grupo de inscriptos, más los amigos y los parientes. Por ser el origen de todo, Puchito tenía el Nº 1 de la lista. Y Julio el 2, por supuesto.
En cuanto se confirmó que efectivamente ese veraneo en El Reta iba a ser bastante concurrido, comenzamos a fabricar plomadas para los que quisieran probar suerte. Nos dirigía Alfredito, que con papá eran los más aficionados a la pesca. En El Reta se pescaba con línea; la caña era prácticamente desconocida. Tampoco había muelle, de modo que gran parte del arte de la pesca consistía en revolear y lanzar la plomada bien lejos, más allá de la rompiente. Teniendo plomadas, anzuelos y suficiente cantidad de hilo de albañil, se podían fabricar muchas líneas. Así que hubo que hacer acopio de plomo pidiendo recortes de caño al plomero del barrio o usando soldaditos en retiro efectivo, derretir todo y volcarlo en moldes triangulares también fabricados por nosotros con maderas Un palito estratégicamente situado en el ángulo más agudo servía para dar forma al agujero donde se ataba el hilo. Para mí, fabricar las plomadas era la parte más divertida del deporte.
El viaje se hizo en tren. Lo tomamos en Temperley a las 11 de una noche de enero y llegamos a Copetonas alrededor de las 10 de la mañana. Un amigo de papá facilitó un colectivo para llevar a todos a la estación. Otro había tramitado en el ferrocarril la reserva de un vagón para nosotros solos. La mayoría de los chicos nunca había llegado más allá de Constitución, de modo que para ellos todo era novedoso. Para nosotros también era una aventure el tren; lo encontrábamos mucho más excitante que ir al Reta inmóviles y apretados en el auto. Durante las once horas que duró el viaje no hubo mayores problemas. Después de un rato de cantos y bromas todos dormíamos como sólo pueden hacerlo los chicos,
La estación de Copetonas era tan chica y el movimiento de pasajeros tan escaso como uno se puede imaginar. De modo que nadie recordaba una concentración de autos tan grande como la que hubo la mañana en que llegamos. Todos los viejos amigos de papá habían traído sus coches para transportarnos hasta el mar. Tampoco había memoria de un grupo tan numeroso de gente contando chicos y controlando equipajes, y de chicos asombrados chocando entre sí, buscando juntarse con sus valijitas y tratando de recordar y cumplir con tanta recomendación materna. Finalmente, y después de varios momentos de pánico, todos estuvimos instalados en autos y rodando por la huella entre nubes de tierra.
La tarde era hermosa, no había viento, los chicos nos portábamos bien y casi no gritábamos. Algunos explicábamos a los novatos nociones elementales de arquitectura medieval para construir creíbles castillos de arena, otros corríamos lagartijas entre las cortaderas o rastreábamos decorativas huellas de bichos torito, juntábamos almejas o jugábamos con las olas. Papá sostenía la línea mientras discretamente nos vigilaba.
“Si todo siguiera como hasta ahora... Creo que nunca me divertí tanto. Y también creo que nunca trabajé tanto. Estos mocosos son macanudos... Nunca como ahora comprobé cuántos buenos amigos teníamos. Pobre Anita, espero que lo pueda disfrutar como yo. Si hasta me parece... me parece... ¡Sí, creo que enganché algo...! ¡Vamos, corvinita, vamos... no te me escapes...! ¡¡¡Vení, Alfredito, ayudame...!!!
(continuará)
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