jueves, 28 de octubre de 2010

CATORCE

LA COLONIA

Quiero al sur
Su buena gente, su dignidad.

De “Vuelvo al sur”
Pino Solanas

Esta era la parte de la música que más me gustaba. Como estaba solo y tranquilo sin que nadie me pudiera molestar —mamá había salido, los varones también, las mujeres estaban en sus cosas— había puesto un disco y dirigía la orquesta con grandes y enérgicos ademanes. Era la obertura de Guillermo Tell y había llegado el momento más vibrante. En esta parte dejaba de ser el director de la orquesta y me transformaba en un cowboy lanzado al galope. Castigaba los flancos del caballo y me acercaba cada vez más a la diligencia. Puchito, que había entrado al vestíbulo, derrumbado en un sillón y en silencio para no interrumpir, bufaba de aburrimiento.

— ¿Qué hacés, Pucho? (dejé el galope y me dediqué a dirigir con una
sola mano)

— Y... nada. (Pucho se encogió de hombros)

— ¿Querés ayudarme? Esperá que termine el disco y vamos afuera que tengo que hacer una cosa en la quinta (Pucho aceptó encantado)

Gracias al aburrimiento de Pucho me decidí a empezar un trabajo que me había encargado papá. Tenía un ayudante y entre dos la cosa siempre es más divertida. Había que trasplantar lechuga: sacar las plantas del almácigo con cuidado para no romperlas, después poner cada una en un pocito hecho con un palo en la tierra ya preparada y apretar la tierra con los dedos para que quede envolviendo la raíz. Formábamos un buen equipo. Pucho hacía los pozos con un pedazo de palo de escoba, yo ponía la plantita y después apretaba la tierra con suavidad. Puestos los dos en cuclillas, aprovechábamos para conversar. Pucho me preguntaba por El Reta: que cómo era el mar —en ese momento supe que no lo conocía— qué pescados había, qué era eso de las “aguas vivas” etc. Yo le explicaba pacientemente: las aguas vivas eran en realidad una especie de animales. Eran como pedazos de gelatina, no tenían patas ni ojos pero sí unos pelos que picaban. Mientras le describía las olas, los médanos y las noches oscuras, me iba dando cuenta de todo lo que sabía sobre el mar. Entretenidos con el trabajo y la conversación, no nos dimos cuenta de que había llegado papá. Estaba sentado en el banco unos metros detrás nuestro y nos escuchaba. Cuando lo vi, vino a besarme; entonces, contento de que me hubiera encontrado trabajando en la quinta le pregunté:

— ¿Así está bien, papá?

— ¡Muy bien, Leo! (yo me había puesto de pie para que pudiera apoyar
su mano en mi hombro)

— Puchito ¿Vos nunca fuiste al mar?

Pucho negó con la cabeza. Nunca se había animado a hablarle a papá.
Yo, que no quise que mi amigo quedara mal, agregué:

— ¡Pero estuvo en Chascomús y anduvo en bote...! (Puchito me sonrió)

— ¡A la pucha!, dijo papá ¿Y no te dio miedo?

(otra vez negó Pucho con la cabeza; seguía sonriendo)


Esa noche, mamá y papá hablaban:

— ¿Qué te paree la idea, Anita...?

— Podría ser, pero habría que hacer lugar en la casa...

— Eso creo que se podría arreglar cerrando un costado de la galería.

— Está bien. Y si te parece, yo puedo pedir a la gente de la parroquia
que nos ayude...

Así fue como se decidió. El verano siguiente, nuestra estadía en El Reta iba a ser más divertida que nunca. Además de los amigos y primos de todos los años, nos acompañaría un montón de chicos.

(continuará)

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