jueves, 14 de octubre de 2010

DOCE (continuación)

AOCIALES

El principal problema que yo le encontraba a los bailes de la parroquia era justamente eso: se suponía que debíamos bailar. Para mí, el baile tenía un encanto relativo. Era sólo un buen juego de destreza física, ideal para dar vueltas a toda velocidad sosteniendo fuerte con el brazo derecho a una hermana que servía de contrapeso; esto era imprescindible si se quería evitar salir despedido por acción de la fuerza centrífuga (siempre me gustaron las polcas: además del ritmo rápido y las vueltas, estaba la dificultad adicional de los saltitos). Pero eso de bailar con una semidesconocida, era otra cosa. La situación no se prestaba a jueguitos. Si además la semidesconocida me gustaba, tanto peor. Me empezaban a latir las sienes y a arder las orejas, que tomaban un tono llamativamente colorado. Como por otra parte una sensación de vértigo me impedía hilar cualquier tipo de frase ingeniosa adecuada a las circunstancias, me encerraba en un ofuscado mutismo. A lo sumo conseguía demostrar que seguía vivo tarareando la música como un imbécil. Yo tenía una clara conciencia de la expresión lamentable de colegas en mi misma situación con sus caras de embeleso ruboroso y babeante, contrastando con la seguridad en sí mismas que irradiaban las mujeres. En consecuencia, no me permitía la menor sonrisa. Sospecho que en el mejor de los casos era considerado por la amada en ciernes un antipático insufrible y en el peor un lelo digno de compasión.

Con todo lo descripto, creo que queda perfectamente establecido que yo no era un casanova. En los bailes de casa —su nombre correcto era “asaltos”— prefería quedarme con Omar. Como a él tampoco le interesaba el baile, se encargaba de manejar el combinado y elegir los discos. En eso se lucía. Cantaba con Louis Armstrong, tocaba el clarinete con Benny Goodman y la batería con Gene Krupa. Omar conocía las letras, imitaba voces e instrumentos y tenía memorizadas todas las orquestaciones. Como además tenía buen gusto, sólo se apartaba del hot jazz y de las grandes bandas después de insistentes pedidos. Entonces transigía con “Smith y sus pelirrojos “ o Waldir Azevedo. Con él no sólo me divertía sino que tenía garantizada una buena provisión de granadina o “Trinaranjus” y de las distintas clases de tortas que eran de rigor.

De todas maneras, mi papel en esas reuniones era bastante deslucido. Tenía un consuelo: siempre había algún otro en mi misma situación que se sumaban a los que elegían y proponían discos. Siendo varios, podíamos aducir que nos estábamos divirtiendo bárbaramente.


— Hasta la hora de la pelea, podemos jugar al truco...
— Che... pero de tres es un embole... ¿Que tal al tute?

En la discusión se fue un buen rato. Estábamos en una de las piezas de arriba, lejos del ruido y donde no nos podían molestar. Guiyo había ido a la fiesta con la única intención de verla a Blanquita. El sí que se encontraba a gusto en esa clase de negocios: no sufría del descontrol que me atormentaba, no se le ponían coloradas las orejas ni se le reblandecía la expresión al hablar con las minas. Era un gusto verlo en una sesión de chamuyo. Como ver nadar a un delfín. Pero Blanquita había faltado a la fiesta no se sabía bien por qué razón y Guiyo, con elegante indiferencia, se dedicó a contar cuentos en el grupo que atendía el combinado. Como después se sumó Chiche, ofendido por algún desplante de su pareja de baile, alguien propuso ir a escuchar la pelea del Luna Park. Creo que era de Archie Moore con Dogomar Martínez. Así que lo dejamos solo a Omar con su música y nos fuimos los tres a buscar un lugar lejos de las mujeres, las tortas y el “Trinaranjus”. Se trataba de un sutil aunque elocuente acto de rebeldía contra las fatigosas reglas del juego galante y de la ingratitud femenina.

Así pasamos aquel asalto en casa. Jugando a tute y alentando a los gritos a un uruguayo que se resistía a perder por knock out. Terminada la transmisión, bajamos al comedor donde seguía la fiesta. Comentando acalorados el coraje de nuestro casi compatriota, nos convertimos inmediatamente en el centro de un grupo exclusivamente masculino que preguntaba y exigía detalles de la pelea. Creo que nos escuchaban con algo de envidia. Nosotros habíamos sabido resistir a los cantos de las sirenas. Abanderados de la misoginia, les demostramos que había cosas mucho más importantes que bailar. Como por ejemplo, gritar desaforados ante un aparatito de radio que contaba cómo dos desconocidos se molían a golpes. Pero todo bien a lo macho.

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