GORDOS
Marina venía cada tanto a Buenos Aires a cumplir con oscuros trámites probablemente relacionados con alguna de sus propiedades. En esas ocasiones, como no podía ser de otra manera, paraba en casa, Todos la llamábamos “La Tía Gorda” si bien no era realmente tía nuestra: su relación con la familia se remontaba a la época en que papá era médico en oriente. Ella y don domingo vivían en ese tiempo en Tres Arroyos y con frecuencia viajaban a Oriente donde tenía un campito que les daba una escasa renta y un buen motivo para escapar sin culpas del agobio de la rutina.
Ya que no habían tenido hijos, don Domingo opinaba —y Marina estaba de acuerdo— que sus vidas sólo quedarían justificadas si juntaban mucha plata. Asó fue como desarrollaron al máximo sus dos cualidades: trabajaban como mulas (sobre todo don Domingo) y ahorraban hasta el último centavo, usando para vivir algo menos de lo imprescindible. Don Domingo había traído de Italia su oficio de albañil y al llegar su barco a la Argentina ya se había transformado en constructor. Como él explicó “constructor” en Italia se pronuncia “ingeniero”, de modo que ése era el trato que se le daba. No debía ser malo en el oficio, ya que construyó muchas de las casas de Tres Arroyos y varias en Bahía Blanca a donde se habían mudado cuando nosotros ya estábamos en Buenos Aires. Además de muchas casas, inevitablemente construyeron una fortuna que nunca supieron a cuánto ascendía por estar íntegramente invertida en lo único que conocían: casas, casitas, departamentos, etc.
Unos años después, la tía gorda, ya viuda y sin hijos, sólo había quedado conectada con el resto del mundo por su relación con dos personas. Una era papá por quien sentía un gran respeto y a quien consideraba su consultor de confianza; la otra era el gordo Adolfo, un lejano sobrino suyo también de Bahía Blanca y que estudiaba derecho en La Plata. El paso del tiempo, que había convertido a Marina en tía, hizo que Adolfo hubiese ido adquiriendo categoría de primo, por lo que nos visitaba con frecuencia en los vacíos fines de semana su au pensión de estudiante. La vida de la tía gorda estaba dedicada a administrar sus propiedades y a agobiar a Adolfo con recomendaciones, encargos y pedidos. Merced a las amistades y relaciones de todo tipo que cultivaba el gordo, Marina esperaba cumplir con su secreta ambición: ingresar en el cerradísimo círculo de la aristocracia bahiense, para lo cual sólo contaba con el frágil argumento del dinero.
Aquella vez Marina llegó a casa un día sábado. Papá la había ido a esperar a la estación para que no tuviera que cargar con el equipaje que invariablemente era excesivo. Después de la cena, la tía gorda se quedó conversando con papá en el escritorio contándole los mil chismes y noticias de los viejos pagos. Con alguna excusa, mamá eludió participar de la charla. Usando toda la indulgencia de que era capaz, consideraba a la gorda como una mujer pintoresca y algo pesada. Para decir lo menos, la gorda la cansaba con su forma ostentosa de vestir, su voz estentórea y su cara redonda demasiado sudada, teñida, depilada y maquillada. Hasta nosotros, que nos habíamos quedado en el vestíbulo terminando los deberes, llegaban fragmentos del diálogo:
—“Lo que pasa, doctor, es que usted es demasiado bueno. Pero ese hombre... Póngase en mi lugar... yo estoy sola en la vida y tengo que defenderme...”
--------------------- (la voz de papá, a un volumen mucho menor, se oía como un susurro)
—“Es un abuso que no puedo tolerar, doctor. Y fíjese que no es por el
dinero sino por el hecho...”
--------------------- (susurro de papá)
—“Puede ser, puede ser, pero yo no puedo quedarme confiada. Ya estuve hablando con el Adolfito...” (a esta altura ya nos fuimos a la cama. Por otra parte, el parloteo de la gorda no nos interesaba)
(continuará)
lunes, 18 de octubre de 2010
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