jueves, 16 de septiembre de 2010

SIETE

EL TEATRO PATORUZITO

“Dónde está el aljibe, dónde están tus patios
dónde están tus rejas. Volverás al piano, mi hermanita vieja
y en las melodías vivirán los días claros del hogar.”



De “Caserón de tejas”
Cátulo Castillo y Sebastián Piana

La idea era bien simple: representar una obra de teatro. O mejor, organizar una empresa que encarara en forma integral el tema teatral, para lo cual había que comenzar por hacer una obra; y hacer una obra no era, por supuesto repetir cosas escritas por otros, sino elegir un tema, escribirla, dirigirla e interpretarla (quizá conviniera programar algún ensayo). Para esto habría que distribuir los papeles, conseguir un local, armar los decorados, hacer una adecuada promoción y vender las entradas. No recuerdo quien fue el autor de la idea, en aquellos tiempos no importaba demasiado. Tampoco creo que haya habido mucha deliberación ya que la costumbre era optar por la primera idea que surgiera, lo cual facilitaba enormemente la toma de decisiones.

La elección del género fue fácil. Como Rafael no participó de la discusión, nos libramos de temas con gusto a Tolstoi, Salgari, o vaya a saber que exótico autor que sólo él había frecuentado. Nuestro nivel literario no excedía del que podíamos obtener a través de la visita semanas al cine Argentino. Como la ciencia-ficción no se había inventado —o por lo menos nos era absolutamente desconocida— el único género que quedaba capaz de estimular nuestra fantasía era el policial. Y el héroe elegido por unanimidad para la obra fue Charlie Chan. Y eso por varios motivos, a cual más convincente. En primer lugar, la caracterización del personaje era sumamente fácil; bastaba conseguir un traje blanco o algo que pudiera parecérsele y hacer hablar al intérprete con la ele (“lecuelde señol el sabio plovelbio de mis mayoles...” etc.) El detective chino siempre estaba más bien inmóvil y tomándose una mano con la otra lo cual facilitaba enormemente la actuación y, lo más importante, Puchito tenía los ojos con una oblicuidad tal que lo tenía condenado a ser mandarín en todos los carnavales. De paso, esto nos evitaba tener que seleccionar el actor para encarnar al héroe.

—¡Fenómeno! ¿Qué tenemos que hacer ahora? Dijo Martincito (siempre entusiasta y buenazo, adhiriendo a todas las iniciativas ajenas, sin reclamar protagonismo alguno)

—Primero, lo más importante: elegir el nombre del teatro —dije yo, que tenía bien claras las prioridades— A mí me gusta “Teatro Patoruzito”.

—¡Aprobado! Dijeron todos con la unanimidad acostumbrada.
En aquella época Patoruzito era nuestro héroe. Hacía poco había aparecido la revista con ese nombre y cada número era semanalmente devorado, analizado y discutido por el grupo en las reuniones-debate.

La histórica reunión en que se decidió la creación del Teatro Patoruzito tuvo lugar en una dependencia del fondo de casa cerca del gallinero, donde no corríamos el riesgo de interrumpir la siesta de los grandes (la hora de la siesta era absolutamente nuestra y en consecuencia la elegida para nuestras deliberaciones) el sitio tenía también la ventaja de estar a la sombra y de darnos una gran privacidad. Para mi vergüenza, ése era también el local cuyo destino oficial era el de “casita de las muñecas” de mis hermanas, pero como Carlos no participaba de las reuniones, no había riesgo de eventuales bromas sangrientas a las cuales era tan afecto.

Además de Martincito, formábamos parte de aquel grupo el Pucho, Julio, Ana María, Lindora y yo. Elegir el lugar del teatro resultó algo más complicado. Necesariamente debía ser de nuestro absoluto dominio ya que armar los decorados, las plateas, etc. suponía que el lugar no iba a poder ser usado para ninguna otra cosa durante un tiempo. Además debía estar fuera de los circuitos del tránsito hogareño y del alcance de los comentarios sarcásticos de hermanos mayores. No pasó en ningún momento por la cabeza de nadie la posibilidad de experimentar con alguna forma teatral heterodoxa: un teatro era un teatro y debía tener escenario, decorados, foro, platea y apuntador. Ninguno de nosotros se sentía atraído, ni siquiera imaginábamos rebelión de ningún tipo. Rafael era otra cosa. Ya se mostraba imaginativo, discutidor y creativo. Su talento consistía en cuestionar las normas: en una palabra, era un intelectual y, según entendíamos, lo que menos se necesitaba para hacer una obra de teatro.


(continuará)

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