HABEAS CORPUS
Además de ser el hermano mayor, Alfredo era el más fuerte. De bebito había sido flaco y puro ojo, pero ya a los 12 años tenía el respeto de todos nosotros, que lo considerábamos una garantía de protección ante eventuales provocaciones externas. Quito, que por otra parte compartía con él amistades y aventuras, era el único (petizo, corajudo y peleador) que se animaba cada tanto a disputarle la jefatura, por lo que periódicamente se trenzaban en feroces luchas cuerpo a cuerpo de las que siempre el desafiante salía mal parado. Como jamás admitió mi una sola de sus numerosas derrotas, el conflicto permanecía latente y la rivalidad lista a plantearse en cualquier terreno.
Era viernes y papá planeaba arreglar alguna pared en casa por lo que necesitaba le fuéramos a buscar dos baldes de arena al corralón. Así podría aprovechar la mañana del sábado para ese trabajo. “Fuéramos es una forma de decir, ya que transportar dos baldes de arena era tarea para un especialista, es decir Alfredo. Después del almuerzo papá se acostó a dormir la siesta. En ese entonces su rutina era levantarse a las tres, tomar unos mates e irse a la estación en el Chevrolet. Lo dejaba frente a la carnicería “La Negra”, tomaba el tren a Buenos Aires para alguno de sus trabajos y regresaba bien entrada la noche.
El papel de hombre fuerte tenía por lo tanto su aspecto desagradable: el que es fuerte, tiene que hacer fuerza. Y en algunos momentos, Alfredo, que habitualmente era manso y dócil, ensayaba alguna rebeldía. “No es justo que yo me rompa el lomo con los baldes, mientras el auto está a la sombrita descansando” pensó. Él ya sabía manejar desde hacía un tiempo. Siempre le tiraron los fierros y visitaba con frecuencia ignotos talleres mecánicos donde preguntaba de todo y cebaba mate dulce. De modo que, con escaso titubeo y ningún remordimiento, sacó el auto del garaje, cargó los baldes en el corralón y en pocos minutos estaba de vuelta. Nos encontró en el vestíbulo en uno de esos plácidos y escasos momentos en que cada uno estaba en lo suyo y por lo tanto sin pelearse: evaluando bolitas, peinando muñecas, etc.
¿“Quién quiere dar una vuelta en auto? Nos preguntó de sopetón. Por
supuesto que todos aceptamos. Pasear en unto no era cosa de todos los
días; por otra parte, con Alfredo al volante nos sentíamos completamente seguros. Por algo era el hermano mayor. Lindora en ese tiempo tenía dos o tres años y estaba durmiendo. Como mamá nos había pedido que la cuidásemos durante la siesta y no nos considerábamos irresponsables, la llevamos con nosotros. Alfredo decidió salir a la ruta para que el paseo tuviera cierto carácter. Mientras maniobraba con seguros movimientos, explicaba con mucho detalle las ventajas del “6 en línea” sobre el 8 en “V”. Seguramente éste era un paso bien calculado. Porque cada tanto miraba de reojo y con sorna a Quito quien masticaba su frustración. Aunque también él sabía manejar, ignoraba todo lo que sucedía bajo el capot por lo que no podía refutar ninguna de las afirmaciones de su rival.
Como sucede cuando se está entretenido, el tiempo pasó volando. Y cuando volvimos a casa, papá ya se había ido al trabajo a pie, dejando una casa sin chicos y a mamá supongo que algo preocupada. El paseo en sí fue todo un éxito. Habíamos recorrido gran parte de la zona sur del gran Buenos Aires en plena camaradería, Lindora seguía durmiendo acunada por el ronroneo del motor y Alfredo había confirmado su liderazgo que, aunque a regañadientes, era admitido por el unipersonal partido de la oposición.
Fue evidente, sin embargo, que papá vio las cosas de otro modo. Parece ser que siguiendo precisas instrucciones suyas, bastó que Alfredo pisara el vestíbulo para que recibiera de parte de mamá y de Pipón (un primo que durante un tiempo estuvo alojado en casa) una filípica histórica, reconfirmada con penitencias de distinto tipo, que no fueron más que un adelanto de lo que sucedió en cuanto llegó papá del trabajo. Alfredo, sin embargo, tuvo un consuelo. Quito, en su condición de aspirante al liderazgo y tal vez sintiendo una inevitable solidaridad de tipo corporativo con su adversario, le acercó subrepticiamente unos números de “El Gráfico” para aliviar su reclusión.
Después de algunos meses, acuciados por las mil urgencias que nos solicitaban, ya habíamos olvidado el episodio. Tal vez no fuera el caso de Alfredo, que nunca más nos invitó a pasear, ni de Quito, que aparentemente no se resignó a que la hazaña quedara en la historia como un signo de hombría del jefe titular. De modo que decidió repetir y, de ser posible, mejorar la aventura. El modus operandi elegido fue ligeramente distinto al de Alfredo. A fin de no estar demasiado limitado por el tiempo, prefirió apropiarse del auto en las horas de la tarde en que papá estaba en Buenos Aires. De modo que sacó el juego de llaves que quedaba de repuesto en el cajón de una mesa de luz, fue a la estación y frunciendo con gran esfuerzo el entrecejo a fin de que no se notasen sus escasos diez años, se fue conduciendo el Chevrolet en busca de su amigo Tito, a quien planeaba impresionar.
(continuará)
lunes, 20 de septiembre de 2010
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