lunes, 13 de septiembre de 2010

SEIS (continuación)

LOS JUEGOS


En las hamacas, la barra, las argollas y el trapecio que papá había instalado cerca de la palmera de los murciélagos, —que para nosotros eran simplemente “Los Juegos”— las mujeres preferían no participar, supongo que por falta de interés, por carecer de espíritu competitivo, o vaya a saber por qué. Las hamacas no eran simplemente para hamacarse: había que saltar. Practicábamos el salto en alto y en largo. Para cualquiera de los dos había que hamacarse muy, pero muy fuerte, y salir despedido de la hamaca cuando esta llegaba a su punto de altura máxima tratando de caer parados, o bien usar del impulso hacia adelante para arrojarse llegando lo más lejos posible. Uno de nosotros debía oficiar de juez, por lo que no podía participar. En este juego yo me destacaba porque tenía las dos cosas necesarias para hacerlo: poco peso y mucho amor propio. En cambio, en los otros dos juegos sólo pude aprender a dar vueltas en la barra colgado de una pierna e impulsándome con la otra. Si se trataba de ejercicios de fuerza con los brazos, me limitaba a admirar a Alfredo o a Quito.

Para jugar al fútbol se necesitaba salir, pertenecer a una barra y por consiguiente pasar mucho tiempo fuera de casa y yo prefería no hacerlo. En el barrio armamos una vez un equipo en el que participé algún tiempo, si bien no tenía habilidad suficiente como para destacarme. Teníamos un ritual que era obligatorio y que, por lo que recuerdo, compartían otros equipos de barrio: antes de comenzar el juego, el capitán del equipo local, dirigiéndose a los rivales, debía exclamar en alta voz.

—¡¡¡¿¿¿ ALRIERI ???!!! A lo que los otros contestaban:
—¡¡¡ DIEZ !!!

Nuca entendí (y los demás tampoco) qué querían decir estas palabras; suponía que eran algún tipo de cábala. Tampoco entendía cual era el motivo por el cual había que respetar esa tonta tradición. En cambio, para los demás, eso estaba bien claro: había que hacerlo porque el deporte era así. Recientemente, un amigo experto en juegos y tradiciones de barrio me aclaró que todo se remontaba a los inventores del fútbol, sólo que ellos teníam mejor pronunciación. La cábala era:

— ¡¡¡¿¿¿ ALL READY ???!!!
— ¡¡¡ YES !!!

Con la excepción de pelotas de goma o en alguna gran ocasión alguna de cuero para los varones y muñecas para las mujeres, casi no recuerdo haber tenido juguetes comprados en juguetería. Justamente, el juego más divertido para nosotros era el fabricarlos. Ana María se destacaba en la costura, de modo que los vestidos para las muñecas eran hechos por ella. Lindora nunca pudo entenderse con la aguja y creo que sólo pudo aprender a ponerse el dedal (según decía Ana María siempre se equivocaba de dedo). Nosotros, en cambio, pasamos tardes enteras fabricando barriletes de distintos tamaños, clavando alambre tejido en maderas de desecho para construir conejeras (los conejos fueron las únicas mascotas que tuvimos. Si bien a papá le gustaban, no recuerdo ningún perro en casa) fabricando cunas y muebles para las muñecas de las chicas, afilando puntas de palo para jugar a la billarda, etc. Pasé horas entretenidísimas lijando pedazos de corcho hasta dejarlo absolutamente esféricos y tallando agujeros cerca del extremo de un segmento de caña. Después de fijar un alambre en espiral alrededor del agujero, quedaba hecha una especie de flauta que mantenía al corcho en el aire y dando vueltas si uno soplaba por la otra punta. Por supuesto que después de jugar con la flautita media hora, ya se estaba absolutamente aburrido y buscando algo para martillar, serruchar, lijar o pintar. Muchos años después lo vi a mi juguete en la vidriera de las jugueterías. Lo fabricaban con material plástico anónimos chinos en establecimientos gigantescos y en fracciones de segundo. Habían conseguido escamotear a los niños un lindo juego. Lo mismo pasó con los vestidos de las muñecas, los barriletes y las conejeras.

Había en casa varias bicicletas. Tenían dueños cambiantes, ya que el sentido de la propiedad, en una familia tan numerosa, siempre estuvo algo difumado. Inevitablemente, eran frecuentes las carreras. Las hacíamos alrededor de la casa, por lo que había que advertir a los demás habitantes que no circularan por el exterior durante la competencia. Había dos peligros: uno era el derrape en las curvas por ser los caminos de conchilla. Por ese motivo había que aprender a dar las vueltas extendiendo la pierna correspondiente para detener una posible caída (siempre era la pierna izquierda. No sé por qué motivo las carreras eran invariablemente en sentido contrario al de las agujas del reloj). El otro peligro consistía en que algún distraído saliera de la casa por atrás durante la competencia. El espacio que había entre la cocina y el cerco que nos separaba del vecino no dejaba lugar para evitar la colisión.

Pero no era correr lo que más me gustaba. A veces con la compañía de Puchito, pero la mayor parte de las veces solo, salía con la bici a dar vueltas por el pueblo. Recorría las calles conocidas, subía a las veredas por secretos pasajes sólo marcados por huellas imperceptibles para el ojo poco entrenado, disfrutando del tableteo de las baldosas flojas bajo las ruedas, respirando a fondo el aire fresco y el canto de los grillos al anochecer. Andar en bici sin un destino ni un propósito determinado. Salir a dar vueltas con mi sola compañía, cultivando y saboreando el sentimiento de seguridad y de confianza que debía —aún no era conciente de ello— a mis padres, a mis hermanos, a mi casa.

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