viernes, 10 de septiembre de 2010

SEIS

LOS JUEGOS


Chicos ¿A qué jugamos?... ¿Qué hacemos, Ana?... Los que acostumbrábamos a jugar juntos, Ana María, Lindora y yo, con el agregado ocasional de Martincito, Pucho, o de algún primo o prima que estuviera en casa, no teníamos muchos conflictos a la hora de elegir. Por lo menos, yo no los tenía. Dejaba la decisión en manos de otro y me adaptaba al juego elegido. Carlos, Quito y Alfredo eran de otro mundo. Con los años la cosa se modificó en algo: Ana María, por razones obvias, pasó a compartir fiestas, amigos/as, y prospectos de novios/as con Carlos.

Preferíamos jugar siempre en los mismos lugares: si era al aire libre, cerca del aljibe o en el garaje —estando allí no nos veían de ninguna de las dos calles ni tampoco desde los lugares donde circulaban los grandes—. Teníamos todos un alto aprecio por la privacidad, y los mayores lo respetaban. Si el juego era dentro de la casa,, en tiempo de verano nos quedábamos en el vestíbulo, nuestro lugar natural. Durante el invierno buscábamos el calor de la cocina. En aquellos tiempos las estufas a kerosene que usábamos en los ambientes de estar eran demasiado chicas como para competir con la enorme cocina económica. Otros sitios de la casa quedaban reservados para los grandes; si bien nunca llegaron a ser tabú, no nos atraían mayormente.

Los juegos eran de varios tipos y creo que con la única excepción de la lucha libre (deporte que practicábamos casi siempre obligados por las circunstancias) eran como la vida: mujeres y varones juntos, dirigidos por las mujeres. Ana María (jefa natural de la rama femenina) elegía casi siempre juegos teatralizados que eran todas variaciones sobre la vida en familia: “Las Visitas”, “Las Comiditas”, “El Doctor”, y combinaciones entre las tres. Ada una tenía un argumento: “Las Visitas” consistía en que uno o dos de nosotros (visitas) era recibido por Ana María y/o Lindora en su casa. A continuación, la dueña de casa invitaba a las visitas a tomar el té. En “Las comiditas” había que cocinar y después comer lo cocinado mientras se conversaba con la visita, hija o amiga. “El Doctor” planteaba una situación algo más dramática: una de las visitas, o bien la dueña de casa tenía un desmayo; se llamaba al doctor, quien, después de revisar a la enferma le recetaba vino, que había que tomar acostado, como suelen estar los que se desmayan (para mantener la armonía del grupo, el papel de enfermo, por ser el más codiciado, era representado en forma alternada por todos los participantes y por riguroso turno). Como se ve, la trama de todos los juegos era bastante simple. Lo más interesante era disfrazarse de visita o de ama de casa, improvisar los diálogos siempre circunspectos y formales, interrumpidos por frecuentes ataques de risa y el consiguiente enojo del organizador, apropiarse clandestinamente del vino y ahogarse por tomarlo acostado, etc. Siempre preferí el juego de “Las Comiditas” porque yo era el encargado de la logística. Fundamentalmente, debía fabricar una cocina, encenderla con ramitas secas y mantener el fuego hasta que el guiso o puchero que cocinaban Ana María o Lindora estuviera a punto. Para fabricar la cocina usaba una lata de cera vacía que transformaba con un abrelatas según un diseño propio hasta conseguir que sirviera a esos fines. De todo eso resultaba una especie de caja metálica que iba poniéndose negra a medida que se quemaba la pintura del envase. El artefacto no podía ser manejado por cualquiera, ya que rápidamente quemaba los dedos de los descuidados. Además, para eso estaba yo.

Teníamos también juegos que exigían más destreza física como el rango. Saltar la soga, la mancha, etc. De ésta había varios tipos: mancha venenosa, mancha agachada y una variante propia que estaba reservada para los iniciados: jugar a la mancha arriba de la magnolia, saltando de rama en rama y sin tocar el piso. La escondida era el juego preferido en los días en que los chicos éramos demasiados, como algunos domingos, cumpleaños o reuniones de grandes. Supongo que estando escondidos y en silencio pareceríamos menos. Era ideal jugarlo a la tardecita cuando comenzaba a escasear la luz de moso de aumentar la dificultad del que contaba. Todos estos juegos tenían complicadas y cambiantes reglas, “cantos” que asignaban privilegios inmediatos como “pido gancho, el que me toca es un chancho”, etc. Nunca dominé los secretos de estos cantos que siempre me parecieron despreciables trucos de leguleyos.

(continuará)

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