lunes, 6 de septiembre de 2010

CINCO (Continuación)

MIS TRABAJOS

Además de los animales, estaban las plantas. Bien mirado, “si mal no viene” dijera Julio, casa era todo un complejo agrícolo-ganadero. Y la parte agrícola requería de mi colaboración en dos áreas: el jardín y la huerta. En un tiempo, para atender al jardín lo habíamos tenido a Don Enrique: un anciano —o por lo menos a mí me lo parecía— siempre sonriente y de pelo blanco y ondulado. Lo recuerdo de pie, afilando su guadaña con amplios y elegantes movimientos y contándome cosas con acento francés. Pero Don Enrique había fallecido y los tiempos ya no estaban como para jardinero. Si bien había que cortar el pasto, recortar los bordes de los canteros con la pala de punta, perseguir con veneno a las hormigas, etc. mi principal obligación en el jardín era rastrillar las hojas de los árboles para que el pasto quedara bien verde y los caminos de conchilla bien blancos y decorados con mil rayitas paralelas que seguían sus curvas amplias y simétricas. Y la parte más emocionante: prender fuego a las hojas secas y al pasto fresco y meterme en el humo blanco y espeso hasta que me hiciera llorar. En aquel tiempo estaba intrigado por lo psicosomático: quería saber si el llorar me ponía triste.

En la huerta —la llamábamos pretenciosamente “la quinta” dado que la palabra “huerta” nos parecía algo rebuscada— mi contribución era aun más modesta. Consistía en regar con la lluvia fina los almácigos, quitar cuidadosamente los yuyos, reparar los complicados aparejos para asustar gorriones hechos co hilos de coser y trapitos, y por sobre todo mirarlo a papá a la tardecita, ya vuelto del trabajo y con su pijama y pañuelo de seda blanca al cuello, sembrando, transplantando, construyendo armazones de cañas para los tomates, o simplemente sentado en el pesado banco de hierro y tablas, con las piernas cruzadas y mirando pensativamente al vacío. Quizá rumiando alguna preocupación de persona grande. En eso no lo podía ayudar y eso sí me daba tristeza.
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Era febrero y yo tenía 16 años. Vos ya sabías que la enfermedad no te permitía esfuerzos. Entonces me llamaste a tu pieza, me pediste que me sentara en la cama, y con hablar pausado, como restándole importancia, me confiaste el cuidado del jardín y la quinta. Me propusiste un complicado negocio, comprarme la producción, no sé. No te podía prestar atención. Creo que los dos notábamos que esa entrevista tan formal tal vez significara algo más, que se parecía demasiado a la despedida que ni vos ni yo hubiéramos soportado. Te respondí de la única forma que conocía. Pocos minutos después —sí, papá, quedate tranquilo— estaba cortando el pasto bajo tu ventana, llorando en silencio.

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