MIS TRABAJOS
“y un perfume de yuyos y de alfalfa
que me llena de nuevo el corazón”
Homero Manzi
“Están las blancas —que algunos llaman Leghorn— las Sussex, las coloradas (que tienen también un nombre más difícil, creo) las batarazas, y otras que más que nada son para adorno, como las pigmeas. En casa siempre hubo más coloradas que de las otras. Son casi tan ponedoras como las blancas, pero como son más grandes son mejores para el puchero. Para mó son todas iguales, yo no prefiero a unas más que a otras porque todas se portan igual. Las gallinas no son como los perros, nunca están enojadas, ni son cariñosas, ni están de mal humor, no lloran ni hacen fiestas cuando uno llega. A menos que estén con hambre y les lleve la comida...”
De ese tema podía hablar bastante, lucirme y conseguir un silencio respetuoso de los otros chicos. Siempre mi principal responsabilidad en casa habían sido las gallinas. Se podía decir que si para otras tareas hogareñas era peón, en la atención del gallinero era cuanto menos medio oficial. Mi mayor orgullo era que papá sólo confiara en mí para cuidarlas. Aunque creo que esto era una parte de la verdad; la otra parte era que mis hermanos varones eludían esos trabajos con mil pretextos.
La gallinas eran un eslabón fundamental en el funcionamiento armónico de la economía de casa (siempre la llamamos así. Decirle “la casa” nos hubiera parecido demostrarle indiferencia. “Mi” o “nuestra” casa podía dar a entender que había otras casas, y para nosotros creo que no era así. “Casa” era la única) Las gallinas, además de su utilidad culinaria, eran un eslabón del ecosistema que habíamos creado motivados por la posguerra más que por una aún inexistente ecología. A las gallinas iban a para las sobras de la comida. Quedaban sin desaparecer sólo los huesos del puchero que en aquellos días era un plato barato y frecuente. Mensualmente, al limpiar el gallinero, yo recogía esos huesos que pasaban, junto con la basura combustible a alimentar la cocina económica. Por último, las cáscaras de los huevos, huna vez molidas, eran agregadas a su propio alimento como suplemento de calcio.
Alimentar a las gallinas me obligó a elaborar un método que no admitía muchas variaciones. Papá compraba en “La Colorada” las bolsas de afrechillo y de maíz partido. El maíz servía para entretenerlas: cuando entraba al gallinero, como sabían que traía comida, se arremolinaban a mi alrededor y me picoteaban las zapatillas de tal manera que no podía caminar para llegar a los comederos. Bastaba entonces con tirar maíz bien lejos para que se fueran corriendo bamboleantes y aleteando con gran escándalo. Ya en el garage y a salvo de sus reclamos, lavaba los comederos, los llenaba con la pasta de afrechillo, polvo de cáscara de huevo y agua que había preparado previamente, y los llevaba de nuevo al terreno donde las gallinas seguían buscando granos de maíz. Cuando alguna advertía la llegada del plato principal y avisaba a las demás, seguramente con algún cambio en su cacareo, yo ya me había ido y cerrado la puerta de alambre tejido.
Tanto ésta como otras tares de mantenimiento eran simples rutinas. Había otras que por exceder mi nivel eran ejecutadas personalmente por papá: buscar galladura en los huevos por transiluminación, curarlas cuando se enfermaban, vigilar el funcionamiento de una incubadora enorme que periódicamente provocaba una explosión demográfica e imagino que ocultos conflictos de intereses y sentimientos en la comunidad, etc. Siendo yo su brazo derecho, él me dejaba observar y me explicaba pacientemente qué hacía y por qué. Esos momentos eran mi recompensa.
(continuará)
jueves, 2 de septiembre de 2010
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