LOS TÚNELES
El comentario lo habíamos escuchado en la mesa. Papá le contaba a mamá que Don Juan Porello estaba en Buenos Aires y lo había ido a visitar al Hospital. Don Juan, a pesar de ser bastante mayor, era uno de los grandes amigos que papá se había ganado en sus años de médico rural. Era el jefe de una familia muy grande. Algunos vivían con él en Oriente, otros en la Capital. Lo cierto es que el próximo fin de semana iba a venir por Adrogué de visita con su hija María y sus nietos Oscarcito y La Pocha. Eso era para nosotros un verdadero acontecimiento. Los nietos de Don Juan tenían nuestra edad, y en una familia como la nuestra en que los límites de parentesco tenían algunas zonas algo confusas, ellos revestían el status de primos sin soportar ningún cuestionamiento. Y hay que decir que eran de los primos cuya compañía disfrutábamos más. Además, eran “visitas” en serio, ya que siempre había en casa primos o primas que después de vivir con nosotros meses o años, habían perdido esa condición de privilegio, Los chicos no hablábamos durante la comida, de modo que la noticia de la visita provocó miradas de complicidad, alzamiento de cejas, sonrisas y patadas por debajo de la mesa. Era nuestra forma de convocar a asamblea general.
Al otro día vino Martincito después del almuerzo para hacer los deberes con nosotros. Ése era en realidad sólo el pretexto que le permitía quedarse en casa toda la tarde. De otro modo hubiera tenido que quedarse en la suya con sus antipáticas hermanas y mortalmente aburrido. Una vez que terminamos con cuadernos y compases empezó la deliberación. Esta vez participó también Carlos; con toda naturalidad y con el tácito consentimiento de todos ya que por edad estaba en un escalón más alto que nosotros, asumió la presidencia del grupo con ese estilo tan suyo, entre socarrón y tolerante. Después de considerar varias opciones, alguien (no recuerdo si Carlos o Lindora) propuso una excursión a los túneles. Ir a los túneles eran palabras mayores, la emoción máxima que ofrecía la casa, la quintaesencia de la aventura, con misterio, leyenda y peligro. De modo que no hubo discusión: Oscarcito y La Pocha no iban a olvidar esa visita a Adrogué.
“Los túneles” eran laberínticos pasadizos que no llevaban a ninguna parte, y que tal vez sin darse cuenta de la riqueza que acumularían con el correr de los años habían diseñado los que los que hicieron la casa. Es probable que su propósito hubiera sido sólo el de alejar de la tierra el piso de madera para que no pasase la humedad o alguna consideración técnica de ese tipo. Siendo adultos, seguramente se les escapaba la magia que estaban construyendo, hecha de silencio, oscuridad, olores y fauna propios.
Sólo los iniciados podían entrar en los túneles: decía Carlos (él era conocedor) que se habían encontrado en tiempos lejanos esqueletos de chicos desaprensivos que entraron solos y que nunca consiguieron encontrar la salida. Confieso que siempre sospeché que esa era una más de las tantas historias que Carlos disfrutaba haciéndome creer, pero el tema era demasiado grave como para aventurarme a desoír advertencias.
—¡Bárbaro —dijo Martincito— ¿Podríamos hacer la excursión el sábado a la tarde? A la mañana tengo que hacer el cerco de mi casa. (todos estuvimos de acuerdo)
Ana María desistió de la aventura. No era en realidad por miedo, sino porque creía que eso era para varones. El problema era que si no venía Ana María, quizá La Pocha no se animaría a acompañarnos. Lindora, en cambio, algo más audaz (o machona como decía mamá) estaba muy entusiasmada con la excursión y por nada del mundo se la quería perder. Por lo tanto, al estar asegurada la presencia femenina, confiábamos en la participación de La Pocha, que siempre nos divertía con su voz gruesa y sus serias observaciones.
Julio tampoco podría participar. Adujo un importante compromiso para ese sábado. Evidentemente, se quedó esperando que le preguntáramos qué tipo de compromiso era, porque al ver que nadie lo hacía se ofendió. Cruzó los brazos, frunció el ceño y no habló más.
Carlos les recomendó a Pucho y a Martincito que trajeran ropa que se pudiera ensuciar y si tenían, también algún gorrito; en los túneles había que gatear sobre el suelo de tierra, entre telas de arañas, pilas de escombros y hormigueros, de modo que era imposible no ponerse hecho una mugre.
—Yo voy a traer un overol buenísimo que tengo —dijo Martín— (seguramente para llamar la atención porque ninguno de nosotros sabía qué era un “overol”)
Además de Oscarcito y La Pocha, el grupo quedó formado entonces con Lindora, Pucho, Martincito, Carlos y yo. Era un buen número.
Cuando ese sábado cerca del mediodía llegó Don Juan, llevamos aparte a nuestros primos-visitas y les propusimos la excursión que, por supuesto, aceptaron encantados. La haríamos a la hora de la siesta por ser la más segura y tranquila; los grandes estarían charlando o durmiendo y nuestra desaparición sería muy apreciada. Sólo había que tratar de ser silenciosos, cosa que costaba poco estando sumergidos en el clima quieto y silencioso de los túneles.
Después del almuerzo llegó Pucho y enseguida Martincito. Traía éste puesto un mameluco que le sobraba en las piernas y en las mangas y que —por supuesto— ocasionó sangrientas bromas de todos. Martincito las aceptaba con una gran sonrisa y agradeciendo ser el centro de atención del grupo. Así fue que nos enteramos: lo que nosotros llamábamos “mameluco” en ambientes más ilustrados se llamaba “overol”. Pucho apareció con un bolso de contenido misterioso; sólo reveló que traía un paquete de velas y una caja de fósforos. Les prestamos a Oscarcito y a La Pocha ropa vieja y dos gorritos de los que usábamos en El Reta y que encontramos después de mucho revolver. Los demás recurrimos al pañuelo con nudos.
(continuará)
lunes, 27 de septiembre de 2010
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