jueves, 30 de septiembre de 2010

NUEVE (continuación)

LOS TÚNELES


Para entrar en los túneles había que bajar al sótano. Allí el aire húmedo y frío nos hacía bajar la voz ya que no sentíamos esa parte de la casa como totalmente nuestra. Ninguno de nosotros creía en fantasmas, pero todos los percibíamos en el clima. Además, no constaba nada ser respetuosos. La boca de los túneles estaba en “El Calabozo”. Éste era una parte del sótano separada del resto por una puerta de rejas, como nunca supimos el propósito que tenían estas rejas, Rosas cargó con la culpa. Nuestras abuelitas y los cuadernos Rivadavia coincidían en que era un hombre muy malo y que encerraba la gente en calabozos.

El calabozo era un ambiente grande, que además de su puerta enrejada tenía tres aberturas. Una era una escalera de cemento llena de botellas vacías que en algún tiempo debía llevar al vestíbulo. Esa salida había sido tapada por un vidrio grueso que dejaba pasar alguna claridad. Las otras dos eran las entradas a los túneles: el “túnel grande” y el “túnel chico”. El túnel grande tenía poca gracia: era lo bastante alto como para que los más bajos pudiéramos caminarlo de pie. Era ancho, corto y no ofrecía rutas alternativas, así que en él era imposible perderse. Su techo de bovedillas sostenía el techo de la galería del costado del roble. El túnel chico era el verdadero túnel. Para entrar había que treparse a algo, ya que su boca estaba cerca del techo. Como se podía entrar sólo de a uno y el ancho del túnel no permitía agruparse, había que irse introduciendo a medida que subían los demás. De modo que ya al empezar la excursión había que superar una circunstancia extrema: vigilia la cada vez más lejana entrada, con los ojos poco acostumbrados a la oscuridad, alumbrados por una vela titubeante y dando la espalda vaya uno a saber a que clase de peligros.

El ordenamiento en la fila india se hizo —como era costumbre— de acuerdo a consideraciones jerárquicas, sociales y técnicas. Esto que parece complicado no debía serlo tanto, ya que nunca demandó mayores discusiones. Por ejemplo: en esa fila, Carlos era el primero por conocimiento del terreno y jerarquía. Después venían las visitas: Pocha y Oscarcito (la dama primero para que el hermano pudiera cubrirle las espaldas) después Lindora por ser mujer, Martincito por ser semi-visita, yo y al final Puchito porque él lo pidió. Como era la primera vez que visitaba los túneles, Pucho ignoraba que en una fila india de promesantes que avanzan gateando y sosteniendo velas, el último puesto es el peor; es el puesto solitario, el que deja las espaldas totalmente indefensas y cubiertas por la oscuridad absoluta.

Antes de iniciar la marcha hacia las tinieblas, Carlos advirtió a los novatos (La Pocha, Oscar y Pucho) que íbamos a encontrar unas arañas de cuerpo chiquito y patas muy largas y finas. No había que temerles porque (según dijo) casi nunca picaban. Si uno quería, estaba permitido quemar arañas y sus telas con la llama de la vela. También era posible que se nos subieran por los brazos hormigas grandes y negras o que nos golpearan la cara hormigas voladoras. Tampoco picaban, pero convenía no abrir la boca sin necesidad ya que solían entrar, y si uno tragaba demasiadas podía sufrir una intoxicación con ácido fórmico. Todos lo escuchábamos con respeto. Quizá con demasiado respeto, porque posesionado de su papel, Carlos cubría on imaginación los baches en su conocimiento.

Entusiasmados por perspectivas tan excitantes, iniciamos la marcha en cuatro patas. Pucho avanzaba detrás de mí, la vela en una mano, arrastrando el bolso misterioso con la otra, apoyándose en los nudillos y quemándose cada tanto con las gotas de vela derretida. Era el que había tomado con mayor seriedad las advertencias de Carlos, de modo que se imaginaba atrapado en telas de arañas gigantes y con los intestinos colonizados por voraces hormigas. Cada tanto me interrogaba sin abrir la boca y tratando de disimular el temblor de la voz.

— “¿Vm vmm mlgm , Lmm? (después de insistir varias veces, comenzó a hacerse entender. Intentaba decir: “¿Vos ves algo. Leo?”) Me costó bastante convencerlo de que la conversación sería más inteligible si en lugar de no separa los labios hablaba tapándose la boca con una mano. A esta propuesta, Pucho contestó indignado:
— ¡¡¡“Pmrm sm tmgm mnns llnns dm tbbrmm!!!” (¡¡¡Pero si tengo las manos llenas de tierra!!!”)

No sólo tenía razón, sino que además, como sostenía la vela y el bolso con otra, no le quedaba mano para usar de escudo. Después de una corta, aunque dificultosa polémica, encontramos la solución: mientras yo le sostenía la vela, se sacó el pañuelo de la cabeza, deshizo los nudos, y se lo volvió a poner tapándose la boca como los pistoleros. Así pudimos seguir avanzando. Tuvimos que apurarnos para alcanzar al grupo del que sólo se adivinaba la parte trasera de Martincito y su mameluco, susurros y sombras de velas.

Después de pasar gateando a través de mil huecos hechos en los tabiques de ladrillos del laberinto, avanzar y retroceder, de juntar ruinosas telas de araña en la ropa y en la cara, tierra y cadáveres aplastados de vaya a saber que cantidad de insectos de las tinieblas en las manos, llegamos a un lugar algo más amplio, sólo conocido por Carlos. Allí nos pudimos agrupar. Sentados en rueda pusimos algunas velas en el centro y cuchicheando entre risas ahogadas nos dedicamos a comentar la aventura. Puchito, después de sacudirse las manos, comenzó en silencio a sacar de su bolso y a repartir entre todos unos enorme sándwiches de milanesa que le había preparado la mamá. Él no concebía un paseo que no termine con un asado. Como su madre pensó que no sería muy prudente prender un fuego debajo de tanta madera, y que en el mejor de los casos el humo que se iba a filtrar por el piso podría provocar alguna alarma entre los grandes que tomaban mate dentro de la casa, lo convenció de la conveniencia de reemplazar las achuras por milanesas. Así que totalmente olvidados del ácido fórmico y del jugo de cucaracha acumulado en nuestras manos, culminamos la sensacional aventura como Dios manda.

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