jueves, 3 de diciembre de 2009

EMAÚS

“Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. Él les dijo: “¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando con aire entristecido?”

Lucas, 24,13-17

Hacía mucho tiempo que no se veía tanta gente en la aldea. De Jerusalén y Betania, Ain Karim y Belén, desde Lida y Arimatea, hasta del monte de Efraín habían bajado hermanos para despedir a Cleofás. Las callejuelas estrechas desbordaban una multitud silenciosa y el rumor de las oraciones se mezclaba con conversaciones susurradas. Es que el anciano había sido muy querido. El nieto menor de su nieta menor, llamado Najor, estaba en aquella tarde soleada acompañado por su amigo Jorim. Habían preferido salir al campo, a las afueras del pueblo. Sentados en un tronco y al reparo del viejo olivo en el que mil veces habían jugado cuando niños, Najor hablaba con su amigo como quien lo hace con sí mismo.

... ya estaba muy viejito, Jorim. Y su alma parecía vagar por otros lugares... lejanos, lejanos y bellos, venturosos. Parecía estar siempre feliz. Cuando tenía sus dolores (porque la vejez se vive con dolor) sonreía como agradecido. Era agradable estar con él. A veces – la mayoría de las veces – el abuelo Cleofás tenía la mirada extraviada; miraba a través de las cosas. Y cuando advertía la presencia de alguien cercano, su repetida pregunta: ¿Por qué estáis tristes? La hacía como sorprendido. Si hubiera tenido fuerzas... parecía querer reír a carcajadas. Entonces extendía su mano de nudos descarnados, suave y casi transparente e intentaba acariciar. Yo le acercaba la cara porque sus ojos ya no veían el presente. Y cuando encontraba mis mejillas, o mi cabeza, o mis manos, parecía que el temblor lo abandonaba, su cariño era suave como sus manos. Dios permitió que pasara sus últimos años con nosotros. Mi abuela no quiso que alguno de sus hermanos lo llevara a vivir consigo. Es que ellos se fueron de nuestra aldea, y mi abuela recordaba que el anciano había pedido no irse nunca de Emaús. Había sido su último pedido, cuando aún miraba alrededor, cuando aún veía y era consciente de las cosas de este mundo. Le había dicho a la abuela: “Quiero quedarme aquí, hija. No quiero alejarme de aquel día ni de aquel lugar”. Después de esas palabras, sólo habló con Dios o con sí mismo. Su murmullo no se podía entender, aunque sus ojos sonrientes, su cara (siempre se mantuvo viva su cara) expresara muchas cosas, preguntas, confidencias, hasta - estoy seguro - reflexiones confusas, reflexiones del corazón. Y cuando notaba que alguien se acercaba a su lecho, la pregunta: ¿Por qué estáis tristes?... Nunca tuve valor para interrogar a la abuela... tal vez ella conociera el motivo de la pregunta, la causa de la alegría del anciano. Temía entristecerla. Pero sucedió lo contrario. Cuando lo hice, la abuela parecía haber estado esperando mi pregunta. Y así me contó cosas que le contaron. Entonces fue que me enteré de aquel episodio... El abuelo Cleofás era joven, tal vez de mi edad, cuando vio morir al Señor. Antes lo había visto sufrir, abandonado por todos. “No hurtó su rostro a los insultos y salivazos”, “Tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre ni su apariencia era humana”. El profeta lo había anunciado: “Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvéh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca...” El abuelo vio todo aquello, él que lo había seguido por las colinas de Galilea, que había comido de su pan milagroso; él, que estuvo en Betania cuando rescató a Lázaro de la muerte... Y no tuvo valor para morir con el Señor. El abuelo Cleofás, como los otros discípulos, como sus amigos más cercanos, había tenido miedo, miedo a la humillación, al dolor, al abandono, a la muerte. También el abuelo había preferido huir, avergonzado y triste. También él lo había traicionado. Y cuando volvía a la aldea - volvía a esconderse, perdida toda esperanza y toda alegría - lo encontró. No lo reconoció, ni él ni su amigo, hasta la fracción del pan. Su saludo había sido: ¿Por qué estáis tristes...? Y mientras el Señor les explicaba las Escrituras, el abuelo sentía arder su corazón sin saber por qué. Cuando desapareció, el abuelo Cleofás comprendió algo, decía él, solo algo de cuánto era el amor que Cristo había venido a traer a la tierra. Llorando de felicidad volvieron a Jerusalén gritando su alegría. ¡Es verdad, el Señor ha resucitado...! Desde aquel momento, el abuelo no quiso alejarse de la aldea. Ni pudo abandonar su alegría. Pasaba horas en silencio, los ojos llenos de luz, una eterna sonrisa, sentado en aquel lugar a la vera del camino donde había comido con Jesús de Nazareth el pan de vida. Algunos dijeron que estaba trastornado, tal vez haya sido así. El abuelo veía cosas que los demás no veíamos. Y los últimos años de su vida los ocupó en repetir y repetir la misma pregunta, que fue el legado último, su regalo de despedida: ¿Por qué estáis tristes...?

No hay comentarios: