La Juana dejó la plancha, lo alzó de la cuna antes de que se despertara el Guille y le puso el chupete mientras se calentaba la mamadera. A la hora de la siesta quedaba sola en la casilla cuidando a los más chiquitos. Los demás estaban en el colegio, la madrina en su trabajo y el Negro...) Nunca, estando en el campo, el Negro había caminado tanto como en estos meses de Buenos Aires buscando changas. ¿Cómo sería el trabajo de que le había hablado ese compañero?... A la Juana todavía le costaba acostumbrarse a Buenos Aires. Desde que llegaron para vivir con la madrina no había salido de la villa. Algunas veces dejaba lo que estaba haciendo y salía al patio para respirar hondo alzando la cara; sin darse casi cuenta, buscaba en el aire aquel romero de sus siestas del Chaco, aquel aire seco, ardiente y perfumado que era para ella el de su infancia. Buenos Aires era tan grande... A veces, cuando había podido traer unos pesos y estaba de buen humor, el Negro le contaba de lugares extraños, de ese río con una sola orilla, de la gente apurada del centro...
Aquella tarde el Negro llegó antes que de costumbre. Al verlo venir por el pasillo, la Juana ya supo que traía noticias buenas. La abrazó fuerte, tomó dos sillas y las sacó al patio. "Mirá Juanita...lo que nos ofrecen es demasiado bueno como para que no me dé miedo..." Atropellándose con las palabras, dejando hablar a su ilusión, le fue contando. Una casa de fin de semana, casi en el campo, con muchos árboles y con una casita de material para los cuidadores... Mañana tenemos que ir a hablar con los patrones... El Negro tendría que vigilar la casa, hacer los arreglos que hicieran falta, mantener el pasto cortito y regado; la Juana ayudaría a la patrona... hay lugar para la quintita, hasta le dejarían tal vez criar algunas gallinas... La Juana lo abrazó fuerte. No quería que el Negro le viera los ojos con lágrimas.
A la mañana siguiente lo despertaron tempranito al Guille. Convenía que fueran los tres; así los patrones los conocerían. El Negro estaba seguro de que ellos tampoco se podrían resistir a la gracia del Guille y a los ojos verdes y buenos de la Juana. Y hasta tal vez pudieran instalarse ya en la casita de los cuidadores; él podría volver después a lo de la madrina a buscar sus cosas y a contarle... Esa mañana la Juana caminó con su marido. Él llevando al Guille, ella prendida de su brazo mirándolo con amor. El Negro le mostraba los lugares que diariamente recorría hasta llegar a la estación del tren. Después de las cuadras de tierra con tramos de vereda de ladrillo, casitas cuadradas sin revocar, cercos de alambre tejido y baldíos donde alguno se animaba a sembrar una huerta, venían las calles adoquinadas con árboles antiguos; los chalets y hasta algunos lujos suburbanos. Esta vez, el tren que tomó el Negro y su familia no era el que iba para el centro, sino hacia el lado del campo; quizá hacia su nueva casita. De material, con baño adentro y agua en las canillas. Y pasto, árboles, espacio, silencio. La Juana miraba todo y se aferraba fuerte a su marido. Todo para ella era nuevo. Por la ventanilla veía pasar casas, calles, estaciones, y los cercos interminables del ferrocarril desbordantes de madreselvas y campanillas lilas. Tenía el corazón apretado y le faltaba el aire. No quería verlo sufrir al Negro. Ella podía soportar una desilusión, pero el Negro no; él, con sus brazos fuertes y su espalda ancha era el más frágil. ("Diosito, si se pudiera...") Su hombre se había quedado hundido en el mutismo, acariciando distraído la cabeza del Guille y mirando sin ver. El no quería quedar indefenso y sin reservas de resignación; él era el hombre, debía saber aguantar si es que había que aguantar.
Hubo que volver a caminar una vez bajados del tren. Ahora por una huella de campo bordeada de pinos y eucaliptus. El Negro consultaba un plano que su compañero le había dibujado en una hoja de cuaderno. Cada tanto aparecían entre la arboleda casas grandes como Juana no imaginaba pudiera haber, jardines amplios con pasto cortito y bien regado. Llegaron por fin a la casa. Esta era aún más grande que las otras, con una gran galería, muchas ventanas y macetas con flores de todos colores. Al Negro se le iluminó la mirada al ver la amplitud del parque, las enredaderas, los cercos que pedían una poda, la leñera del fondo. Allí había mucho trabajo y un casero era imprescindible. Lo hicieron pasar al Negro. A la Juana le ofrecieron un banco en el porche; el Guille enseguida se largó a correr mariposas y a espantar los pájaros que bajaban para picotear el pasto. La Juana devoraba con los ojos una casita blanqueada que apenas se adivinaba al fondo del terreno. Se veían dos ventanitas verdes con alero de tejas y un gran rosal en flor. Cerrando los ojos alzó la cara y aspiró. El aire le llegó cálido, espeso. Y ahora sí le pareció sentir, aunque tenue, muy tenue, el antiguo, el inconfundible perfume del romero.
Leonardo J. Salgado
De “Historias de Juan Ordoñez y otros cuentos"
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