La Juana barría el patio de tierra. Le pasaba prolijamente la escoba, juntaba las hojas de paraíso y la suciedad del perro; después recogía todo con la palita y lo echaba en el tacho de basura. Antes había humedecido el piso con agua de la bomba para que no se levante polvo. No había mucho espacio en esa casa y era mucha la gente. La Juana trataba de no hacerse notar y de ayudar en todo. A veces tenía que retarlo al Guille porque hacía lío, aunque después se arrepentía y se sentía culpable; el pobre con sus escasos cuatro añitos no podía comprender. "A lo mejor, de tanto regarlo, algún día la madrina puede tener algo de pasto en su pedacito de tierra". El pensamiento la hizo sonreír; no era la falta de agua lo que impedía que crezca el pasto sino el ir y venir constante del cachorro que había traído la Sofi hacía dos meses. "Ahora vos le vas a conseguir comida!" la madrina la había retado a la Sofi. Después se quedó enculada y hablando sola como solía hacer. (siempre temió que ella, el Negro y el Guille fueran en parte el motivo de su protesta; por eso, cuando la madrina estaba de mal humor y comenzaba a murmurar, la Juana tomaba al Guille y se iba con algún pretexto) "La pobre es demasiado buena; por lo menos tiene derecho a desahogarse de vez en cuando". La había dejado el marido hacía ya dos años - ella lo había echado por borracho y haragán - y desde entonces tuvo que arreglarse sola con los pocos pesos que podía juntar trabajando por hora en casas del centro, más lo que traían los mellizos de vez en cuando por changuitas que conseguían. Cuando al Negro se le acabó el trabajo allá en el Chaco, le mandó decir por una comadre: "Ustedes se me vienen a mi casa y están el tiempo que quieran. Cuando el Negro consiga algo, ya buscaremos un lugar donde puedan estar." Así que ahora, además de la madrina, los melli, la Sofi y el bebé (le había venido de contrabando y el padre no quiso hacerse cargo; sin embargo la madrina era al que más quería y malcriaba) estaban ella, el Negro y el Guille. Todos amontonados en la casilla mitad de chapa, mitad de material, casi al fondo de la villa. (el rubor y la pena le hicieron dar vuelta la cara. "Así todos tan cerca en la pieza no lo puedo querer al Negro como quisiera; como él quiere, pobre Negro...") A la Juana no le gustaba el lugar: había siempre mucha gente dando vueltas y cada tanto gritos que le daban miedo. Aunque por lo menos el monte de eucaliptos de los curas quedaba cerca y a la mañana la despertaban los pájaros. A la tardecita, cuando el día estaba lindo, ella y el Negro sacaban las sillas al patio y se quedaban el rato escuchando. Cuando los veía así, la madrina solía dejar lo que estaba haciendo, se traía su silla y les daba charla. La pobre pensaba que estaban tristes y los quería animar. "Ya vas a ver como conseguís algo, Negro. Ahora aprovechemos que el bebé se durmió, nos tomamos unos mates y les cuento unos cuantos chismes..." Decía con su mirada pícara de ojos juntitos. Era buena la madrina y le gustaba charlar. Pero habían pasado los meses y el Negro era bien poco lo que podía traer. "Hoy quizá nos cambie la suerte"... (la Juana acarició la estampita de San Cayetano y se persignó). "Si Dios quiere, mañana podría haber algo..." le había dicho el Negro. Todavía era de noche cuando se había ido caminando por el pasillo alumbrado por la luna. No prendió ninguna luz para no despertar a los demás y salió tratando de no tropezar con las otras camas. Un compañero le había hablado ayer de una posibilidad. El Negro no quería que la Juana se ilusionara demasiado, por lo que no le contó nada. Solo le dijo: "Si Dios quiere, mañana podría haber algo..." Juana le notó una esperanza nueva en los ojos; le dolía demasiado cuando el Negro volvía a la noche solo con su amargura y sin nada entre las manos. Era muy callado el Negro. Pero Juana sabía que cuando decía que no tenía hambre, que no aceptaba ni siquiera unos mates, era por orgullo. El hubiera tenido que traer el pan a la casa y no había podido. A la Juana le gustaba que fuera orgulloso (así tienen que ser los machos, que joder!) pero sufría. Y se asustó mucho cuando una tarde llegó el negro con los ojos turbios y olor a vino. Una furia sorda le salía por las manos cuando la tomó de los hombros. "Vos que preferirías que haga, Juana: que pida limosna o que robe? Con sus veinte años y su cuerpo de nena, la Juana ya conocía el sufrimiento. Muchas veces se quedaba pensando y pensando... Siempre había sido pobre, pero de chica su papá nunca le dejó faltar nada; ni a ella ni a sus hermanitos. A veces, allá en el Chaco, pasaban varias semanas sin ver al padre, solos con la mamá en el rancho. La Juana cuidaba las gallinas y ayudaba a limpiar la casa y a preparar la comida. Además, tenía que ir a la escuela y hacer los deberes. Pero siempre le quedaba tiempo para jugar en el campito, respirando hondo el aire caliente con olor a romero. Mamá hablaba bien poco, pero la Juana sabía que cuando al caer el sol (parecía un globo de fuego que quería quemar el pasto) se ponía a tejer vigilando el camino, su papá estaba por volver del trabajo en el campo con su sonrisa y regalitos para todos. Cuando lo veía llegar, la mamá se levantaba sin decir palabra y le cambiaba la yerba al mate. Siempre supo la Juana que ella era la preferida de su papá por ser la única mujer y porque tenía los ojos verdes. Era lindo aquel tiempo. Cuando ella se quedó del Guille, su papá los llamó al Negro y a ella y les habló. Les habló mucho sin dejar de sonreír. Después, su papá y el Negro estuvieron varios meses construyendo su propio ranchito. La Juana los miraba trabajar y le venía a la cara la misma sonrisa de su papá. (el bebé comenzó a llorar.
(continuará)
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