Descendió suavemente, dio un pequeño salto y avanzó un trecho corriendo. No sabía el motivo de la carrerita, pero él sabía que esa era la forma en la que deben aterrizar los horneros. Amasó su bolita de barro con el pico y voló hasta la obra. Desde la salida del sol venía trabajando junto con su compalera. Cada tanto se la cruzaba en el vuelo; entonces la saludaba con su canto corto sin dejar de trabajar. Estaban construyendo el nido en un buen lugar. Era una horqueta alta en ese árbol tan frondoso, al abrigo del viento frío. El hornero no tenía de que quejarse. Sin embargo… hacía un tiempo que venía rumiando resentimiento. Si conseguía dejar de pensar en su bolita de barro y paja, en trabajar y en comer, en comer y en trabajar, su mente quedaba en blanco. El hornero sintió que estaba lleno de un gran vacío y que sólo sabía ocuparlo con trabajo. Como si también él por dentro fuera sólo bolitas de barro y paja. Y mientras trabajaba, día tras día, podía ver cómo los gorriones volaban, libres e irresponsables usando del trabajo de los demás, cómo las cotorras verdes alborotaban el árbol hablando tonterías a los gritos desde sus desprolijos bolsones de basura, y cómo el picaflor lucía su colorido colgado del aire y alardeando de que podía volar hacia atrás. Y además, llevando en su pico néctar de flores en lugar de barro… Porque la vida que él llevaba —pensaba el hornero— era barro. Plumas color barro y casa de barro. Gusto a barro en la boca y alimentado con gusanitos rellenos de barro… Pero a quienes el hornero odiaba con fuerza invencible, hacia quienes reservaba sus reproches más vehementes y su rencor más compacto era a las golondrinas. Prque esas presumidas tornasoladas que aparecen en la buena época y desaparecen quién sabe hacia dónde con los primeros fríos, que vuelan jugando y comen volando, no tienen derecho (esas desfachatadas) a usar su mismo árbol como si también ellas fueran propietarias. Tan propietarias como el hornero con su hogar firme y sólido. Y construido con mucho trabajo y constancia. Porque eso era lo que sublevaba al hornerito. En aquel árbol daba lo mismo trabajar que jugar, recibían lo mismo los que se fatigaban por dar abrigo a sus pichones que los que soñaban, inventando fantasías, imaginando mundos irreales. Y lo que es peor, enseñando a sus crías a hacerlo. Junto con el barro, el hornero masticaba su frustración. En el vuelo hacia el nido, cargando su bolita de barro y sus pensamientos, el hornerito pasó cerca de la cueva del Búho. Desde el grueso tronco, el sabio miraba hacia un punto lejano. Seguramente meditaba sobre la vida, la muerte y la eternidad. Todos sabían que el Búho dominaba la ciencia y que era experto en misterios. Su presencia daba a todos los habitantes del árbol la certeza de que todas sus dudas y preguntas tenían respuesta. Éstas estaban dentro de esa mente poderosa. Él sabía y comprendía. Si él no reprobaba una conducta, era porque la consideraba adecuada. El hornero no lo pensó más. Aplicó su pedacito de barro a la pared de la sala —ya estaba casi terminada— dio una somera inspección a la obra y voló hasta posarse en una ramita cerca del sabio. Cuando éste lo miró (lo atravesó con su mirada profunda) el hornerito sintió que se le secaba el barro en la boca. A duras penas pudo exponer sus quejas. Que el trabajo y el esfuerzo, que el juego y que los sueños. Que el hogar sólido y concreto y que los horizontes lejanos e irreales. Que él y que la golondrina. El Búho, enorme, inmóvil, todo poder y cerebro, quedó un largo instante en silencio, sus ojos clavados en los del intimidado hornerito. Por fin alzó su cabeza redonda (la había mantenido hundida entre los hombros) y al tiempo que dirigía su mirada hacia el poniente, habló:
—¿Y entonces? En un susurro apenas audible. Y volvió a su silencio y a encoger el cuello.
—Y… que si yo tuviera sus alas, es claro que me gustaría viajar cuando llega el frío… y si mi compañera aceptara empollar en nidos menos abrigados, desde ya que lo construiríamos en mucho menos tiempo… Y seguramente que nos divertiríamos más… Y si tuviéramos tiempo para soñar historias, por supuesto que lo haríamos…
—¿Y entonces? El sabio volvió a clavarle los ojos. Y el quejoso hornerito entendió que debía continuar hablando.
—Pero también es cierto que durante esas tormentas de verano de viento y de agua, de relámpagos y estruendo, la golondrina debe envidiar nuestra seguridad, y que debe ser cansador volar hasta el Paraguay año tras año, y que debe ser difícil encontrar suficiente comida entre los bichitos del aire, y que de tanto soñar y mirar paisajes ajenos se debe sufrir la nostalgia…
—¿Y entonces? Y el anciano Búho, sin esperar respuesta, bajó sus grandes párpados. Seguramente para meditar. Y así dio por terminada la entrevista.
El hornerito volvió reconfortado al trabajo. Tranquilizó a su compañera que lo quería reconvenir por el tiempo perdido y con renovado entusiasmo amasó su barro. Ya falta muy poco para terminar. Va a ser el mejor nido que ningún hornero construyó jamás. Cuando lo inaugure, vamos a invitar a la golondrina con un festín de semillitas, lombrices y larvas. Ella nos podrá contar sus historias de paisajes montañosos y lejanos y no me importaría si deja volar su imaginación porque nosotros disfrutaremos de su vuelo, de sus aventuras y de sus utopías fantásticas. Y permitiremos también que ella se deleite con nuestra comida y el calor de nuestro hogar.
En el corto vuelo hacia la obra, miró al pasar al anciano dormido en su hueco del tronco. Y pensó el hornerito: No sé si el sabio tendrá todas las respuestas, pero lo que sí puedo asegurar, es que siempre acierta con las preguntas correctas.
(De "Historias de Juan Ordoñez y otros cuentos")
martes, 18 de agosto de 2009
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