miércoles, 12 de agosto de 2009

EL OTRO (segunda parte)

III
Los cambios que siguieron sucedieron sin aviso, sin motivo aparente y a intervalos irregulares. Hubo una vez en que fui estudiante durante dos meses enteros. Recuerdo que en esa época ansiaba enamorarme aprovechando la edad y el momento, pero que un confuso sentimiento de lealtad, no recordaba bien a quién, me frenaba. Por otra parte advertía que en el próximo cambio, al dolor de la otra edad se agregaría el desgarramiento de los celos. Porque iba a ser el Otro el que en algún momento acariciaría a mi novia joven, así como en aquellos momentos disfrutaba de mi mujer, de mis hijos y de mi vida ordenada y tranquila. Poco a poco, como germina una semilla, comenzó a crecer en Mí un odio profundo, sordo y sólido, que terminó convirtiéndose en la parte fundamental y subyacente de Mis personalidades. El odio hacia el Otro, ese cobarde que vivía Mis vidas sin dejar una huella que me sirviera para reconocerlo. Del que sólo sabía que era El Otro. Cuando advertí el odio lo acepté casi con alegría. Me sentía enriquecido. Estaba viviendo “El Odio” así, también con mayúsculas. Porque Mi Odio era lo único verdaderamente Mio, lo único que me daba coherencia, que me acompañaba en Mis viajes. Para esa misma época ya había abandonado la ilusión de que la alternancia entre las dos vidas fuera sólo un estado transitorio, un error remediable de fuerzas ignotas y decisivas. Ya era demasiado tarde. De tratarse de una falla en algún tipo de ordenamiento cósmico, ya debería haberse solucionado, pensaba.
Dos y dos siempre son cuatro. Tanto la mentalidad del estudiante como la del oficinista, la del joven como la del envejecido jefe de familia concluyeron lo mismo. El Otro debía desaparecer. El Odio quería, necesitaba realizarse.
IV
Desde el principio Me resultó evidente que la única forma de aniquilarlo era sacrificando a uno de los que le prestaban su forma y su tiempo. Cuando resolví hacerlo Yo era Cáceres, el oficinista. Quisiera creer que fue una decisión ecuánime y que no cometí la mezquindad de dejarme inducir por alguna de las humillaciones cotidianas a las que debería estar acostumbrado; lo cierto es que ese joven Roldán debía ser eliminado. Ni viviendo su vida conseguí tenerle simpatía. Cada noche en aquel departamento sin recuerdos y sin amor, acorralado por los ruidos destemplados de la ciudad, aumentaba la convicción de que mi vida no tenía objeto. Si resistía al suicidio era porque eso significaba dejarle el campo libre al Otro, el único que merecía Mi Odio. Eso hizo inevitable que fuera Cáceres quien asesinara a Roldán (era Mi Odio quien ya razonaba por Si mismo).
No me fue difícil localizarlo a Roldán a la salida de la Facultad. Estuvimos casi juntos en el andén del subterráneo. Esa fue la primera vez que lo vi fuera del marco de un espejo. Me impresionó su expresión tan resignada y su cuerpo demasiado joven. Cuando su mirada se cruzó con la mía, un instante antes de ser arrollado por el tren, me pareció advertir una sonrisa en sus ojos. Tal vez de agradecimiento.

(De "Historias de Juan Ordoñez y otros cuentos)

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