I
Felizmente, mis cambios se producen de noche. Aquella primera mañana, como me pasa cuando soy joven, me fui despertando de a poco. De la nada de un profundo sueño, comencé con esfuerzo a reconocer y a recordar los detalles de mi vida. (Tendría que decir que en aquella oportunidad fueron los de mi nueva vida). Lenta y paulatinamente, como van apareciendo las imágenes en una película Polaroid, al principio insinuadas, poco a poco más nítidas. Lo primero que llamó mi atención fue que los sonidos eran los del tránsito en lugar del canto de los pájaros. Todavía no alcanzaba a darme cuenta de cual era el cambio —sólo que había un cambio— cuando noté un olvidado bienestar. Me sentía liviano, no me dolían los huesos y tenía hambre. También enseguida recuperé la angustia, ese miedo a salir de la habitación, esa inseguridad que tanto odio. Los recuerdos de la familia lejana tardaron bastante en alcanzarme. Mi padre, solo y taciturno allá en San Juan, que puntualmente mandaba su giro sin carta alguna (en la soledad colmada y fría de Buenos Aires, solía pensar que el giro era más para mantenerme lejos que para que le consiga ese título de médico) y mi hermano mayor, un extraño que siempre me había ignorado. Y al final de todo —cada vez que revivo aquella primera vez vuelvo a sentir un escalofrío de pánico— la noción de que hasta la noche anterior, yo había sido otro. Semiocultas detrás de un velo denso y traslúcido, las piezas de mi vida anterior, listas para ser retomadas y ordenadas, esperaban su turno.
Me sentí aliviado al mirarme en el espejo del baño. Mis facciones eran las que correspondían. Las del estudiante de veintiún años que en dos semanas debía rendir examen de una materia larga y aburrida. En la cocinita encontré los restos de la pizza que había sido mi cena de la noche anterior. Con desagrado aparté la caja y puse a calentar agua para el café. Mientras buscaba una taza encaré un problema insólito para cualquiera que no estuviese en mi situación. Debía dejar en claro los términos para poder pensar con coherencia. Alberto Roldán, estudiante casi fracasado (o a punto de fracasar) cuyo cuerpo, alma, vida, familia y recuerdos ocupaba en esos momentos, era un yo transitorio, un “yo” con minúsculas. También decir “mi” cena tenía lógica si dejaba en claro que era un “mi” con minúsculas. Porque la verdad era que la noche anterior, “Yo” —con mayúsculas— estaba en otro. Estaba casi seguro, ya aclaré que los recuerdos de mi vida anterior suelen ser algo confusos, que ese otro tenía alrededor de cuarenta años, esposa y dos hijos, era empleado y vivía en una casa chica y con algunos árboles. El poder distinguir entre “yo” y “Yo” (como entre “ser” y “estar”) me sirvió durante un tiempo para alcanzar una relativa paz al jugar mis dos vidas.
II
Durante los diez días que siguieron cumplí religiosamente con la rutina a la que hacía tiempo me obligaba en la época previa a los exámenes. El trabajo de memorizar interminables listas de nombres sin sentido me ocupó lo suficiente como para dejar de lado la cuestión de fondo. Hasta que, después de una noche de sueño inquieto y agitado, el despertador me avisó que era hora de abrir los ojos y levantarme sin prender la luz para no despertar a Norma. Tenía cuarenta minutos para bañarme, tomar unos mates, y llegar a tiempo a la estación de tren. No podía darme el lujo de llegar tarde a la oficina. Recién bajo la ducha tomé clara conciencia del nuevo cambio. Los chicos dormían y pensé con ternura en que los había recuperado. No era que esta vida me resultara especialmente estimulante. Bien mirado, el trabajo sin alicientes ni futuro en esa oficina tendía más bien a deprimirme. Tampoco me agradaba mi aspecto, bajo, calvo y demasiado delgado aunque con un incipiente abdomen que me agregaba años. Pero lo cierto es que, aunque confusamente, recordaba la angustia que había estado viviendo en el otro y me alegraba tener que enfrentar sólo las rutinas simples del tonto papeleo. No tener que rendir aquel examen me mantuvo todo el día de buen humor. Hasta que un problema comenzó a preocuparme. Era evidente que durante los últimos diez días vividos en el otro yo, alguien había vivido en este yo de cuarenta y tres años llamado Guillermo Cáceres. En otras palabras, no sólo existía y “yo” y un “Yo”, sino también un “otro” y un “Otro”. Y ese “Otro” había vivido mi vida, dormido con mi mujer, acariciado a mis chicos. Y a ese “Otro” no lo conocía. Ese Otro se ocultaba ahora dentro de aquel estudiante (¿cómo se llamaba?) como antes se ocultó dentro de mí. Ese Otro era (como Yo mismo) a veces yo, a veces el otro. Cuando, después de un viaje interminable en el tren atestado de las 19,30 hs. Volví a mi casita de Longchamps, confieso que abrí la puerta con temor. Pero Norma me saludó con toda naturalidad y los chicos me obligaron a jugar sentado en el piso como de costumbre. Con alivio advertí que nada había cambiado. El Otro vivió mi vida de la misma manera que Yo. Quise desearle suerte en el examen, pero encontré que realmente no me importaba.
(continuará)
(De "historias de Juan Ordoñez y otros cuentos)
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