miércoles, 5 de agosto de 2009

BUENA Y MALA CONDUCTA

Durante bastante tiempo, al evaluar la conducta mía y de la gente en general, usé un criterio que me parecía ajustado a la lógica, un criterio de sentido común, creía yo. Pensaba entonces que solo por excepción nos encontramos enfrentados a situaciones en las que únicamente cabe elegir entre el heroísmo y la traición y que ante elecciones de este tipo habían estado, por ejemplo, y solo en el momento culminante de sus vidas los mártires y los héroes. La inmensa mayoría de las veces, en cambio, la disyuntiva no se presenta de forma tan dramática y se nos permite optar entre varias conductas, algunas mejores que otras, o más éticas, o más conformes a una buena conciencia. Es decir, como se acostumbra a decir, que hay matices. Entre lo blanco y lo negro, está toda la gama de grises. Digo usaba, porque creo que la clave del tema esté probablemente en otro lado. Y no es que no crea en la existencia de los matices. Al contrario; en todas las circunstancias nos enfrentamos con ellos. Entre lo óptimo y lo pésimo hay infinidad de posibilidades. Solo que resulta imposible juzgar una conducta, ni siquiera la nuestra; mucho menos la ajena. Por un lado existe una cantidad tan grande de condicionamientos en la toma de decisiones que se llega a dudar de la posibilidad de elegir libremente el sentido de nuestros actos. Nos encontramos con condicionamientos genéticos, culturales, psicológicos, etc. Por lo tanto, mal podríamos rotular a nadie como héroe ni como traidor. “No juzguen y no serán juzgados” dijo Cristo. Y ese precepto deriva no solo del mandamiento central del Evangelio, el del amor al prójimo, sino que responde a estricta justicia. No tenemos la capacidad ni los elementos para juzgar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Cuántas heroicidades permanecen ignoradas, cuántas acciones tienen lugar, acciones en apariencia intrascendentes pero capaces de salvar vidas o de cambiar la misma historia del mundo, jamás lo sabremos. Tampoco cuántas pequeñas cobardías tuvieron consecuencias nefastas, faltas de proporción. La historia del sargento Cabral, aún en el caso de que haya sucedido tal cual nos la contaron: el sacrificio de la propia vida que sirvió para llevar la libertad a un continente es, cuanto menos, la excepción. Es muy probable que algún soldado español haya dado su vida por un superior, y evidentemente su acción heroica no sirvió para modificar el curso de la guerra.

Hace un tiempo, la película “El informante”, cuyo argumento está basado en un hecho real, mostraba las consecuencias a que puede quedar expuesto el que quiere cumplir con su recta conciencia. Se podría decir que el protagonista tuvo una conducta heroica: perdió su trabajo, su prestigio, su misma familia y vivió amenazado de muerte por ser honesto. Pero es claro; en la situación que se describía, no haber procedido de esa manera hubiera tenido consecuencias no solo trágicas para el público, sino evidentes para él. Muchas muertes pesando sobre su conciencia. Pero ¿Cuántas pequeñas bajezas, cuántas pequeñas maldades podemos cometer sin que podamos apreciar consecuencia alguna? Por otra parte: ¿Sabemos en que medida buenas acciones de apariencia insignificante: una sonrisa, un saludo cordial, pueden ayudar a vivir mejor a nuestros prójimos?

No podremos saber nunca si una heroicidad o una traición sólo respondió a un juego dado de condicionamientos, ni si una buena o mala acción supuestamente intrascendente salvó o condenó al mundo. Y como Dios puede escribir derecho sobre líneas torcidas, tampoco sabremos nunca si acciones nuestras subjetivamente malas o buenas produjeron efectos visiblemente perjudiciales o beneficiosos. Solo nos cabe entonces recordar que somos como niños desvalidos en brazos de Dios y proceder como tales.

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