La terraza del refugio está tibia, iluminada por el sol poniente. Sentado en el suelo, la mochila de almohada o apoyada la espalda en la pared rosada, siento como avanza, como el descanso progresa trepando por las piernas, los hombros, los párpados. Ya sin la gorra, con el sudor se evapora el cansancio y me llega la laxitud, el fresco de la tarde. El paisaje inmóvil, imponente, está a mis pies. Lago, islas, montañas, una nube blanca y quieta resalta el celeste del cielo. Más acá, la nieve, la roca, el eco de risas. Es la paz, nunca tan adentro, tan cerca, palpable y evidente.
Había llegado nuestro grupo —porque esas cosas se hacen en grupo— hacía unos minutos. Antes, durante casi tres horas, caminamos, trepamos, subimos por la picada, un sendero en ocasiones evidente, en otras señalado por marcas en los árboles o en las rocas que había que encontrar e interpretar. Nos internamos en bosques, atravesamos claros rocosos y calcinados por el sol. En ellos nos esperaban nubes de tábanos. Pero también en ellos, en ocasiones alcanzábamos a ver el refugio, erguido sobre la roca. Pequeño y lejano, pero real. Sabíamos que hubo alguna vez quienes no aceptaron las señales, o no las vieron, o prefirieron inventarse un camino. Alguno pasó por la angustia de saberse perdido —nadie se pierde adrede—, cruzando cañaverales impenetrables o llegando a despeñaderos de vértigo, y viendo apagarse de a poco la luz del crepúsculo.
Como habían hecho antes con nosotros, desde el refugio animamos a los que vemos subiendo el último tramo de la picada. El más difícil porque la meta parece al alcance de la mano. Entre bromas, las frases de aliento: ¡Ya está, falta muy poco! y ¡Adelante, vale la pena llegar!
Se ha dicho que vivimos en un bosque de metáforas. Como en la picada, sólo hay que saber interpretarlas. Buscar las señales en las rocas y en los árboles.
viernes, 15 de mayo de 2009
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