lunes, 11 de mayo de 2009

PEREGRINO

Hace calor y el aire del bosque es fresco, pero para subir estamos dejándolo atrás. Como hormigas, caminamos uno detrás del otro, vamos hacia el sol y la nieve. La casa que se ve a orillas del lago es tentadora: sillón, alfombra, ventanal… quizá desayuno en el parque a la sombra de los pinos. ¿Y si después de todo fueran ellos los cuerdos? Por supuesto que no estoy solo, esto no puede hacerse solo. Formamos un grupo que comparte la ilusión de llegar a aquel lugar donde el aire es liviano y el paisaje infinito. Llevamos poco peso en la mochila, sólo lo imprescindible. El sendero se hace de a poco más empinado. Las raíces que lo cruzan son un tropiezo. A veces sirven de ayuda, como escalones.
Un paso, después otro, después otro… Un compañero pone humor al cansancio. En lugar de competir, nos apoyamos. Por eso sé que llegaremos todos, juntos y felices. Sé también que el secreto está en eso misterioso e inasible que nos une y que no podría definir.
No nos detenemos sino espaciadamente y por pocos minutos. La tentación es muy sutil: quedarse mirando atrás, quedarse. El panorama de lo ya vivido (después de todo, me gané el descanso). El paisaje crece, pero sólo para sugerir la plenitud del que está allá arriba, en el refugio que se adivina. Allí está el descanso y la paz.
Otro paso, y otro, y otro. El sendero, a veces monótono, cruza bosques, vadea arroyos, trepa por cuestas resbaladizas. Si me desaliento, lo disimulo para no hacer mal a los amigos. Ya va a llegar el premio, ya va a llegar. Otro paso, otro, otro. Querida rutina que me hará llegar. Pero con todos. Juntos.

“Mantente en tu quehacer y conságrate a él,
en tu tarea envejece.
No te admires de las obras del pecador
confía en el Señor y en tu esfuerzo persevera”

Eclesiástico 11,20-21
(de “En carpa”)

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