Una de las ventajas de los años es que permiten ver en perspectiva, comparar ideas y conductas. Hoy día, mirando hacia los tiempos de mi infancia y juventud, tengo la clara percepción de que han pasado desde entonces... varios siglos. Esto lo digo porque encuentro enormes diferencias entre lo que pensábamos, decíamos y hacíamos entonces y lo que se piensa, se dice y se hace ahora. Voy a detenerme en un único aspecto, el de la alimentación. Mi formación, las ideas que tengo más arraigadas al respecto, y que no son en absoluto académicas, se fundamentan en tres circunstancias coincidentes vividas por mí en aquellos tiernos años. La primera es que estábamos en época de posguerra, la segunda que fuimos seis hermanos (todos con muy buen apetito) y la tercera (último pero no menos importante) es que tuve la suerte desde muy chico de participar de campamentos. Las dos primeras circunstancias mencionadas llevaban un único y vital mensaje: “La comida es una cosa seria”. En consecuencia, no había que desperdiciarla. De allí que se nos inculcó con los métodos educativos usados en aquel tiempo (y que eran bastante más directos y eficaces que los actuales) unas cuantas normas claras y rígidas que se cumplían a rajatabla. Recuerdo algunas que quizá también tuvieron vigencia en la infancia de uno que otro lector. Por ejemplo: “El pan no se tira porque es de Dios” “Se come lo que hay preparado o no se come nada” “El que no termina la sopa no come el puchero” “Se come a la hora de comer, fuera de hora, sólo agua”. Como se ve, el castigo por no querer comer, era exactamente, no comer. Se educaba de manera idéntica a como educa la misma vida. La comida era el mandato y era el premio. La vigencia de estas estrictas normas tenía dos ventajas. Por un lado nunca hubo en casa un chico inapetente. Por otro, transgredirlas tenía el sabor exquisito de una riesgosa aventura. Además, uno de los castigos más temidos en caso de graves desobediencias, feroces travesuras o desbarajustes mayúsculos propios de la edad era: “¡A la cama sin comer!” dictado por la autoridad paterna no en un arranque temperamental sino como la consecuencia lógica, conocida y prevista del delito en cuestión. Tengo que confesar, aunque esto provoque el horror indignado de más de una educacionista, que el sistema no solo funcionaba desde el punto de vista objetivo, sino desde el subjetivo. No recuerdo una sola oportunidad en que hayamos creído tener el derecho a rebelarnos contra leyes que no sólo eran parejas para todos, sino que nos parecían absolutamente justas y lógicas. Es que en todos los hermanos se había hecho carne el principio que las dictaba: “La comida no se tira, la comida es cosa seria…”.
El tema de los campamentos vino a confirmar esas convicciones. Por entonces, organizar un campamento no era una ciencia. Para dar un solo ejemplo, al caminar le llamábamos caminar y no “trekking”. Aquellos campamentos eran formativos (¡vaya si lo eran!) pero no había docentes ni dinámicas de grupo; eran divertidos, pero no había juegos organizados como no fuera sobre la marcha; y también se comía, por supuesto, pero no nos asesorábamos por nutricionista ni dietóloga alguna. En aquel entonces no hacía falta. Había un sabio apotegma de dominio público que informaba todo lo relacionado con la organización de los menús: era el viejo: “Lo que no mata, engorda”. No se si alguien engordó en esos campamentos, pero me consta que nadie se murió.
Pensándolo bien, en aquel entonces no advertíamos que lo nuestro tenía su valor. Sólo que no respondía a moda alguna. Se comía lo que se podía. Hoy en día se podrían programar las mismas comidas pero previamente habría que explicar que lo nuestro era una introducción al conocimiento de las reglas de la supervivencia, una especie de “Expedición Robinson” pero sin cámaras. Al respecto, escribí para mi libro “En carpa” el texto anterior de este blog. Pinta bastante bien uno de los episodios en que la comida, la respetada comida, era el asunto.
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