-Yo pediría un buen plato de ravioles de ricota, con queso recién rallado y mucha salsa para mojar el pan… ¡Ah…! Y algunas rodajitas de estofado… Y puré hecho con manteca, bien espeso…
-Nooo… ¡No me digas que no preferirías un asado…! Suponete: tres tiras de asado con mucha grasita… dos mollejas, un chorizito… Y papas fritas de esas de verdad, que por dentro están bien calientes y blanditas…
-Ponele un pedazo de matambre, la parte gruesa del matambre ¿viste? Con la grasa algo crocante… Se hace más rápido que la tira de asado, y sirve para ir picando mientras esperás que se haga el resto…!
Desde el fondo de la fila llegó el grito: ¡No se olviden del tinto…!
La conversación de los tres primeros era escuchada en silencio concentrado, casi con unción mística por los demás. Veníamos bajando de la laguna Jakob. La caminata había empezado a las ocho de la mañana, ya había pasado el mediodía y queríamos almorzar en Colonia Suiza. El terreno se había hecho llano y polvoriento, los mosquitos y los tábanos estaban insoportables y la picada, ya lejos del arroyo, era ancha, monótona y atravesaba largos tramos de cañaverales, huellas de carro, tranqueras y hasta algún tambo. Sucios, transpirados, los pulgares enganchados al correaje de la mochila para aliviar el dolor de los hombros y evitar que se hinchen las manos, los botines embarrados y los pies húmedos, nuestro único tema era: comida. Aunque nos parecía que estábamos por llegar al S.A.C. y a la vuelta de cada curva esperábamos encontrar la ruta, la realidad era que aún faltaban dos horas de caminata bajo el sol. Habiendo pasado cuatro días de travesía por la montaña consumiendo polenta, sopa deshidratada, orejones de ciruela, galletitas de agua y otros manjares de ese tipo, sólo podíamos hablar de comida. De la que nos esperaba, o de la que podíamos imaginar, recordar, inventar. Comida jugosa con pan, mucho pan, carne, pastas, guisos, huevos fritos, pizza, milanesas aceitunas, salame. Las mujeres colaboraban con recetas de platos sofisticados, algún exquisito hacía alarde de erudición explicando los detalles que diferencian la cocina londinense de la galesa y la irlandesa. Todo aporte era escuchado con respeto, masticado, saboreado mentalmente y digerido en forma inmediata. Si algún desorientado intentaba hablar de otra cosa era inmediatamente silenciado. No se toleraban distracciones.
Y finalmente, llegábamos. Varias horas después de lo que hubiéramos preferido, pero siempre llegábamos. Irrumpíamos en la pizzería de Colonia Suiza y a medida que veíamos u olíamos comestibles, los pedíamos. Y no consigo recordar comidas tan disfrutadas, tan saboreadas, tan festejadas. No encuentro en la memoria tanto placer culinario como el que nos daban esas pizzas, ese pan con anchoas o aceitunas, huevos fritos, cervezas o vino común de mesa. El que estaba dispuesto a aprender, aprendía: el mejor ingrediente, el condimento más sabroso, el único aperitivo imprescindible para disfrutar de la comida —de cualquier comida— es el hambre.
(de “En carpa”)
viernes, 1 de mayo de 2009
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