lunes, 2 de febrero de 2009

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 30

ABBÁ – LA NOVELA


OTRO DESTINO


“Traed enseguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta...”

De un día para el otro, todo había cambiado. Como al viejo Abram, Dios lo tomó de la nariz y le ordenó: “Vete de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré...” Había sido el obispo el que le llevó el mensaje. Conforme a su estilo, Sebastián lo presentó como una consulta. Fue en un discreto aparte que con un pretexto buscó durante una reunión de presbiterado.
—¿Cómo te verías Juan si de pronto tuvieras que convivir con varios seminaristas, casi todos jóvenes —y por lo tanto probablemente difíciles de soportar— en otra casa y separado de tus mujeres?
Juan se había quedado sin aliento. Como le constaba que al obispo había que darle tiempo porque aparentemente le era imposible hablar sin rodeos, aprovechó para dar uno propio.
—Si yo no fuera su devoto discípulo o tuviera inclinación por la psicología, diría Monseñor que en sus últimas palabras se percibe un cierto tufillo a envidia. ¿Me equivoco...?
Esta salida permitió a Sebastián derivar hacia lo que solía ser frecuente tema de bromas clericales: el del celibato. Como era previsible, estas divagaciones duraron poco. La bomba puesta por el obispo tenía aún la mecha encendida.
—Mirá, Juan. Vos pensalo y no me contestes ahora. Necesito de alguien —que bien podrías ser vos— para director espiritual del seminario. Estos muchachos son todos chicos piadosos, bien intencionados, unos santitos. Pero son muchachos, que querés que le hagan. Eso sabemos que se cura con el tiempo, pero a veces me encuentro con algunas cosas, opiniones, posturas ante la vida que francamente me asustan. La cultura “light” nos ha contaminado en una medida tal que en ocasiones nuestro cristianismo se está pareciendo poco a sí mismo. Como si se tratara de una especie de método de autoayuda, es decir creado por los hombres, en lugar de un misterio revelado por Dios. Eso creo notarlo en muchos ámbitos, en escuelas de catequesis, en la práctica de algunos grupos de espiritualidad... No sé. A veces temo que estemos permitiendo una cierta tergiversación de valores. Además, quisiera que los sacerdotes que se formen en nuestro seminario fueran ante todo Hombres, con mayúscula, hombres en serio, tal vez de pocas palabras pero hombres de palabra, que no le tengan pánico a la responsabilidad, al compromiso, que ignoren lo frívolo, que tengan perfectamente en claro cuál es la esencia y cuáles los accidentes. Creo que el director espiritual es el que mejor puede mostrar el camino, marcar la tónica, mostrar a cada uno de los muchachos el espíritu de la vida cristiana, el que mejor puede hacerles comprender qué es lo que espera Cristo de nosotros... que espera de la Iglesia.
El obispo quedó por un momento en silencio, la mirada perdida en el parque de la casa de ejercicios. Había dejado de lado su aire tolerante, de elegante displicencia, su estilo cuidadosamente medido. Pedía ayuda y se la pedía a su viejo condiscípulo.
—Nos conocemos bien, Juan. Cada uno de nosotros sabe para que sirve y para que no sirve. Y yo sé que a vos te sobra una cualidad que me gustaría tener. A vos no te cuesta nada desnudar tus sentimientos ante un amigo. Y eso, te lo digo porque me consta, te sirve para llegar al corazón de la gente. Es una cualidad que te envidio, Juan, aunque en alguna ocasión pueda convertirse en defecto. Te dije que el asesor espiritual bien podrías ser vos pero no es así en realidad. Según yo veo la situación, deberías ser vos. Si tuvieras la generosidad enorme de aceptar mi pedido, te aseguro que lo tomaría como un favor personal que me hace un viejo amigo.
Pasó un buen rato hasta que Juan pudiera articular alguna frase. Más que la magnitud del cambio que se le pedía, más que los interrogantes respecto del futuro que confusamente se atropellaban unos a otros, su corazón estaba anclado en una certeza, que era un descubrimiento. La respuesta era “Sí” y la pregunta era “Cómo”, eso estaba claro —a Juan le pareció revivir el diálogo de María con el ángel en aquella tardecita de Nazareth— Pero además, el obispo se había declarado su amigo. Su admirado aunque distante jefe, despojado de toda señal de poder, dejando a un costado como un lastre inútil el brillo de su poderoso intelecto, elogiaba la fragilidad del cura de teología mediocre, de patrística olvidada, de ambiciones nulas. “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” le decía el Padre, como un día a Pablo.


Varios días después continuó la charla, esta vez invitado por el obispo a cenar en la curia. “...porque vos comprenderás, Sebastián, tengo obligaciones con Isabel, con Marta y, si me permitís, también con mis feligreses...” usando el ya habitual tuteo, Juan intentaba explorar distintas alternativas para el futuro. Sebastián parecía tener respuestas para todo. A Isabel le ofrecía un trabajo en la curia. Hacía ya varios meses que Juan conocía del permanente peregrinar de su hermana con el diario bajo el brazo, ofreciéndose a empleadores siempre necesitados de gente más joven, o con más experiencia, o más idiomas, o más conocimientos de cualquier tema. Y ahora el obispo parecía valorar lo poco que Isabel ofrecía: apego al trabajo, absoluta confiabilidad y honradez, inteligencia práctica, buena educación. Era un trabajo de oficina, que no le obligaba a tratar con gente, sino en todo caso a ordenar archivos. Que en consecuencia parecía calzar como un guante con su personalidad. El sueldo era inesperadamente bueno, lo que le permitiría alquilar un departamento algo más céntrico, cercano a la Catedral. Juan se comprometió a consultarla, pero demasiado bien sabía la alegría con que lo iba a aceptar.
—Antes de pasar al tema Marta, quisiera que conversemos sobre la parroquia. ¿Cómo ves las cosas? Me gustaría que me resumas los distintos problemas que enfrenta, los proyectos en marcha —si es que hay alguno— que sugerencias tendrías respecto de tu sucesor... en fin, todo lo que se te ocurra y que me pueda ayudar. Vos sabés que la elección de un nuevo párroco es una decisión difícil.
—Me obligás a comenzar por el medio, Monseñor. Desde hace algún tiempo me preocupa justamente el hecho de que no tengo ningún proyecto en marcha, incluso de que me aterra comenzar algo nuevo. Lo atribuía a la vejez, y aquí aparecés vos que me obliga a barajar y dar de nuevo. Los problemas... son los de siempre, es el problema de siempre, no somos cristianos, no somos “Otros Cristos” y a veces el cura no encuentra la forma de buscar “El Reino de Dios y su Justicia”. Entre nosotros, precisamente entre nosotros , no vamos a buscar excusas. Ése es el único problema.
—Te agradezco que me recuerdes la parte que me toca. Y ahora decime. ¿Qué características te gustaría que tenga el nuevo cura? ¿Tenés a alguien en mente?
Los dos se miraron tratando de escrutar el pensamiento del otro. El obispo había recuperado su semisonrisa. Entrecerrados los ojos, estudiaba las expresiones que cruzaban fugaces el rostro de Juan.
—Esa es una decisión enteramente tuya. Yo me equivoqué demasiadas veces como para pretender darte consejos. Nunca creí tener capacidad para evaluar a los hombres. Y quizá viví demasiado ensimismado, tratando de desentrañar mis propias pequeños conflictos... olvidándome de que todo está en la cabeza de Dios, es decir que muchas veces se me pasan por alto cosas importantes.
—Entonces... —Sebastián tomaba todo lo anterior sólo como una introducción. Juan sonrió abiertamente.
—Entonces, que hechas ya las necesarias salvedades, me gustaría que lo designes a Ricardo. Es un gran muchacho, con muchas ganas de trabajar, al que la gente de la parroquia conoce, y que se me ocurre que ya está maduro como para ser mucho mejor párroco que yo.
—¡Como me encanta tener siempre razón! El obispo se reía apoyando una mano sobre su hombro. Disculpame, Juan pero hace ya un tiempo que los vengo estudiando en nuestra reuniones y pude percibir que entre ustedes hay no solo un gran afecto sino una especie de admiración, de profundo respeto. Y en cuanto a Ricardo lo veo más asentado, maduro, capaz de compadecer. Como alguien que pasó por un sufrimiento grande sin soltarse de las manos del Padre. ¿Vos notaste algo...? La mirada del obispo se hizo especialmente escrutadora.
—Puede ser Monseñor ¡Si usted lo dice...! Y se dedicó a revolver su café con aire reconcentrado.

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