sábado, 31 de enero de 2009

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 29

ABBÁ – LA NOVELA


EL VIOLÍN DE BECHO


Descansado, somnoliento y en paz. El sol del amanecer reanima calladamente la profundidad del espacio, mudo, sobrecogedor, apacible, inventando colores inesperados en las nubes cercanas. Cientos de pájaros decoran el espectáculo con una sinfonía irremplazable. Siempre distinta y siempre igual, como el crepitar de una hoguera. Y aquí en la tierra y muy debajo de todo, los hombres, diminutas partículas de polvo, somos sin embargo sus dueños porque podemos meter todo eso en el alma. O disolver el alma en la belleza misma. La inmensidad, los colores, la música. Todo para nosotros.
Juan contempla distraído la salida del sol mientras deja vagar libremente las palabras y las emociones. No le atrae la idea de irse a dormir. Quiere disfrutar estos momentos con toda la intensidad de que es capaz. Habían pasado ya muchos años desde su última noche en blanco. Pero en ninguna, ni siquiera en la de feliz insomnio que siguió a su ordenación, había sentido como en ésta la presencia física, sólida y concreta del Padre eterno. Probablemente en la infancia... cuando la beatitud es un aspecto más de la persona. El Padre del cielo que amanece me quiere niño y me recuerda como sienten los niños. También me quiere fuerte y joven, capaz de amar; y quiere que yo también sea un padre misericordioso. (me acercó al amigo sufriente, me dictó las palabras, y seguramente también encontrará la solución por esos caminos de misterio que Él solo ve. Ayudalo, Señor, y no dejes que esta felicidad me haga olvidar el dolor de tus otros hijos...) Hay momentos preciosos, momentos en que todo, el amanecer, el corazón de carne, la sensibilidad, el afecto, la fe, el espíritu, todo, todo está en orden. Todas las capacidades alineadas y saludables, tensas hacia el infinito, hacia el único que puede calmar la sed.
Se levantó para estirar las piernas y lavarse la cara. Hoy es lunes, todo el tiempo para mí. En eso estaba cuando sintió los ruidos en la cocina. Marta comenzaba a manipular sus herramientas mientras tarareaba un aire gallego: “clavelitos, clavelitos, clavelitos de mi corazón...” Estaba de buen humor. Nunca dejaba pasar la ocasión de mostrar sus estados de ánimo. A diferencia de la familia de Juan, no cultivaba el silencio. Si de mal humor, mascullaba, si de uno bueno, cantaba, y si tenía con quién, siempre hablaba. Juan le envidió la cualidad de comunicar sin rebuscamientos tanto sus cosas importantes como las triviales. Nunca creía estar rindiendo examen, o disertando ante un auditorio. Y ése es uno de mis defectos, descubrió Juan, otra vez esperando encontrar cosas importantes a cada paso.
—Marta, decime una cosa ¿Tenés algún programa para el mediodía?
—Nada, ni tampoco para el resto del día. Pensaba dedicarme a ordenar el placar de la cocina. Y a lo mejor salir a visitar a alguien a la tarde, qué sé yo. Che Juan ¿Vos dormiste anoche? O te quedaste hablando con el curita hasta ahora. Tenés una cara...
—Me quedé hasta ahora y no sabés como lo disfruté. Algún día te voy a contar la parte que se puede contar. Creeme que la pasé bomba.
—Vos hacete el chiquilín nomás y algún día te va a dar una pataleta de aquellas.
—Bueno, no me retes. Escuchame. Anoche no cené y hoy tengo el día libre y nada en especial que hacer. Así que tengo un plan. Sumá dos más dos.
—Dos más dos son cuatro. Y si querés contarme tu plan, contamelo y dejate de vueltas. Es muy temprano para adivinanzas. Digo, es temprano para mí, porque para vos es tardísimo...
—Bueno. El plan es éste. Voy a hacer el mejor asado que comiste en tu vida, y después voy a dormir una siesta histórica, como si tuviera la conciencia tranquila. ¿Qué te parece?


Mientras prendía el fuego en la parrilla del fondo (construida por el mellizo hacía casi un año y usada sólo tres veces) Juan ya comenzaba a saborear el asado y el día entero. Después de la siesta, tal vez termine aquel libro, o mejor, invite al cine a Isabel y a Marta. Todo superfluo, sin obligaciones ni apuros. A veces molestaba a Juan la asincronía entre su descanso y el del resto del mundo. Los curas, los peluqueros y los panaderos descansan los lunes, la gente normal, los domingos. Pero así eran las cosas. Por lo pronto, en estos momentos le venía una y otra vez el recuerdo del libro de Daniel: “Sol y luna, bendecid al Señor, cantadle, exaltadle eternamente. Astros todos del cielo... lluvia y rocío... fuego y calor, bendecid al Señor...” El humo de la hoguera es una oportuna excusa para las lágrimas. Juan acumulaba felicidad. Cuando se oscureciera el horizonte, el recuerdo de este día lo ayudaría a mantenerse de pie. Obedeciendo a un impulso, y mientras el fuego comenzaba a lamer los carbones, Juan puso en el reproductor la cinta de Zitarrosa. “Becho toca el violín en la orquesta, cara de chiquilín sin maestra... Porque a Becho le duelen violines, que son como su amor chiquilines...” Juan había descubierto, tal vez leído en alguna parte, que la alegría no era opuesta a la tristeza, sino al cinismo. La voz grave y metálica del cantor lo sumergían en la tristeza y en la melancolía de Ricardo, su amigo. Ayudalo, Padre, como un día me ayudaste a mí. Acortá su sufrimiento y que todo sea para tu gloria... “Becho tiene un violín que no ama, pero siente que el violín lo llama...” Hay momentos en que veo todo claramente. El sentido último de las cosas, de mi vida y mi vocación, de mis padres, de toda mi familia, de mis amigos. Hay momentos en que todo forma un cuerpo armónico y en paz. En paz con el universo, conmigo mismo y con el Padre. Son momentos para festejar con una buena comida y una siesta de verano. “Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta...” Ya comenzaba a notarse el aroma del asado. Juan cambió la cinta por una de valses de Strauss y se sirvió un vaso de vino.

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