viernes, 16 de enero de 2009

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 28

ABBÁ – LA NOVELA


EL AMOR ES UNO SOLO


“Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado al ternero cebado porque lo ha recobrado sano.” Él se enfadó y no quiso entrar y su padre salió y se puso a convencerlo...


Tengo que aceptar que estoy viejo. Me duelen los huesos y cada día me cuesta más emprender cosas nuevas. Tendré que aceptarlo y digerirlo. Si por lo menos Ojeda no fuera tan retorcido y escondedor. Estos últimos tres años habían sido para Juan años difíciles. El comedor de la villa funcionaba regularmente, la gente ya había aceptado al cura y su entrada en las casillas se veía como algo natural. Juan ya podía identificar muchas caras y unos cuantos nombres, ya se le habían confiado algunos problemas, hasta a veces pensaba que les era útil y que algunos lo apreciaban. Pero el hambre volvía al día siguiente, los problemas se repetían y las necesidades parecían crecer a medida que se las iba conociendo. Y Ojeda... Ojeda era como era. Él sostenía que eso era la política. Y “eso” era una mezcla de gauchada con interés, de cobro de facturas con generosidad aparentemente irreflexiva. Con todos los vicios y las virtudes del caudillismo como sistema de supervivencia para los pobres y de preservación de grandes o pequeños privilegios para los de más arriba. Y que también, aunque imperfecto e interesado, miraba por las necesidades del prójimo. Con el jefe político, Juan había conseguido acordar un status quo. Después de reconocer que no sabía nada de política, Juan consiguió que Ojeda aceptara que lo suyo no era cristianismo. El cura conservaba la esperanza; en el futuro se encontrarían en algún punto. No en un punto intermedio sino en uno superador. Por encima de la política como la mal entendía Ojeda y del cristianismo según lo mal entendía Juan.
Todo esto repasaba aquella noche de verano mientras abría la puerta de la casa parroquial. Regresaba de llevar la comunión a un enfermo del “asentamiento”. Viejo, español, anarquista proclamado y católico a escondidas, que toda vez que podía le describía con lujo de detalles una Asturias que solo se conservaba así en su memoria de exiliado.
Le sorprendió encontrar encendida la luz del escritorio. Sentado en la silla y apoyando sus manos cruzadas sobre la mesa, ensimismado, tenso y simétrico como su espíritu, estaba Ricardo. Juan sintió por dentro una mueca desagradable. En ese momento no supo cual podía ser la causa; recién después, pasada en limpio la entrevista, pudo entender todo.
Mientras se cambiaban los saludos de rigor, Juan lo observaba. Le pareció cambiado, más maduro y más humano. Hacía varios años que entre ellos no había conversaciones que merecieran ese nombre. Apenas una que otra palabra de circunstancia en los encuentros periódicos que tenían los curas de la Diócesis. No se trataba solo de su poca afinidad mutua; Ricardo actuaba ahora como vicario parroquial en la Catedral, por lo que se movían en ambientes distintos. Juan supo enseguida que el motivo que lo había llevado a conversar con él debía ser importante. Las manos rudas y ascéticas de Ricardo cruzadas sobre la mesa, habitualmente mudas, se contraían con mínimos espasmos, pasaban sobre su frente húmeda y su cara huesuda, sacaban y volvían a poner los anteojos en su lugar sin motivo aparente. Juan trató de facilitar la confidencia usando mañas del oficio. Después de un silencio demasiado largo, y cuando ya comenzaba a impacientarse, comenzó el difícil monólogo del curita. Titubeaba, se perdía en rodeos y atropellaba las palabras. Ricardo parecía no encontrar la forma de expresarse. Finalmente consiguió hablar. A medida que lo hacía iba dejando de lado perífrasis y frases ambiguas aunque sin ganar en seguridad. Hablaba a través de un sollozo retenido con dificultad y soltando los párrafos como si fueran piedras. Bastaron pocas palabras para que Juan identificara la situación y los sentimientos. Era un conflicto simple, profundo, inmenso como Dios. Soy cura y estoy enamorado pudo finalmente resumir Ricardo en cinco palabras antes de dejar correr el llanto. Uno lleno de dolor, que un pañuelo intentaba evitar llegue a ser un alarido desesperado. Ricardo temblaba con todo el cuerpo; escondía la cara entre las manos y lloraba con gemidos angustiados que conmovieron a Juan como hacía tantos años... Él lo comprendía, conocía la aridez de la soledad que a veces le dolía como una tenaza en el corazón, a veces como un frío de muerte. Él había pasado por lo mismo. Dios quiso que aquella prueba dolorosa y dulce se transformara en un hermoso recuerdo y que el objeto de su amor hubiera sido una persona tan buena y comprensiva como Magdalena. Agradeció a Dios que al buscar un consejo, o un consuelo ¿habrá alguna diferencia? Ricardo se acordara de él. Lo dejó llorar todo lo que necesitara. También sabía Juan cómo podía ayudar el llanto acompañado. Cuando comenzó a calmarse, le apoyó la mano en el hombro.
— ¿No te tomarías un té conmigo, Ricardo?
Mientras se calentaba el agua, Juan le habló a Dios, al padre, con una intimidad y una confianza como pocas veces conseguía. Vos sabés todo, hablale por mí. Vos conocés el corazón de los hombres, quisiste tener uno. Vos sabés lo que es sentir como nosotros. Vos sos puro amor, ayudalo, Papá de todos... Puso las tazas, el azúcar y algunas galletitas en una bandeja y regresó al lado de Ricardo. Lo encontró más calmado, de pie y con la mirada perdida en la nada de la pared, los dedos descarnados jugando sin notarlo con su llavero.
—¿Vos comiste, Ricardo? Te ofrecí té sin darme cuenta de que por ahí vos no cenaste. Si querés, vemos si Marta nos dejó algo...
—No, gracias padre, así está muy bien. —Ricardo parecía haber retomado la formalidad y rigidez que eran su coraza— Muchas gracias.. Estaba ahora nuevamente sentado en la silla incómoda, las rodillas y las manos juntas, la espalda recta y los ojos bajos.
Mientras se servían el azúcar, Juan buscó hacer algún comentario banal, algo sobre la humedad de las galletitas... quería conseguir un clima más distendido. Él mismo se sentía parte del problema. Iban a hablar de ellos, no de Ricardo.
—Ricardo, te propongo que hablemos no como curas. Vamos a hablar como cristianos. ¿Te parece bien? No digo que los curas no seamos cristianos, yo creo que la mayoría intentamos serlo, pero... bueno, por ahora dejemos afuera al gremio y hablemos de bautizado a bautizado. Mirá. Hace unos meses estuve de visita en un lugar fantástico. Es... para darte una idea, algo así como una casa de ejercicios espirituales, pero de laicos. Como hay mucha gente que vive o ha pasado por esa casa, tienen un pequeño cementerio. Es un lugar hermoso, lleno de árboles, en medio de la paz del campo. Bueno, pero no quiero irme del tema. En ese cementerio —se ve que a alguien le pareció conveniente dejar por escrito una idea que definiera la vida de los que ahí están enterrados— hay inscriptas en una tabla de algarrobo estas pocas palabras: “Nosotros hemos creído en el Amor”. Te aseguro que más de una vez, en momentos en que me desaliento, o tengo dudas y pienso que nada tiene sentido, en que estoy triste, o me siento frustrado... Bueno, vos conocés bien mis defectos. Más de una vez, recordar esta frase hizo que me volvieran las ganas, la fuerza, hasta el entusiasmo. Y te aseguro que a mi edad no resulta fácil entusiasmarse. Lo que me suele dar más tranquilidad es que esa frase no habla del pobre amor nuestro sino del amor de Dios que es infinito, inmenso, pero también personal. Te ama a vos y me ama a mí como somos, no como debiéramos ser. Imaginate que si Dios amara a la gente que es “como se debe” no amaría a nadie. Muy simple. No, Dios ama a la gente como es. No tenemos que hacer nada para que nos ame, Dios no puede evitarlo. El amor es su misma esencia, me está amando ahora a mí, está pendiente de mí. Como si fuera el único ser de la creación. Claro, esto vale también para vos, para cada uno. Ese amor es inmensurable, pero sin embargo hay momentos en que podemos decir que crece, que se desborda. Son los momentos en los que Dios nos ve sufriendo. Porque ve sufriendo a su hijo, porque somos el cuerpo de Cristo, somos Cristo. —El té se enfriaba en ambas tazas; había quedado olvidado. Ricardo se miraba las manos, inmóvil— El amor no es sólo el ABC del cristianismo, es también la Z. El amor es todo, es la base y la cumbre. Hermano, no te avergüences nunca de amar, no te avergüences...
Ricardo en ese momento levantó la mirada. En sus ojos miopes había sorpresa, una pregunta, alguna esperanza.
—Y ahora, antes de seguir —porque vamos a seguir, Ricardo. Tenemos toda la noche para hablar, para decirnos todo— antes de seguir te tomás ese té y te comés... a ver: dos galletitas por lo menos. El curita, obediente, tomó un sorbito de té y mordisqueó con desgano la punta de una galletita. Después lo miró a Juan. Le estaba pidiendo que siguiera.
—Bueno, Ricardo, todo muy bien. Pero vos me podrías preguntar qué hago, como sigue esta historia, cuál es la solución del conflicto. Tu vocación por un lado y tu amor humano por otro, ambos términos inmensos, maravillosos, pero también excluyentes. La respuesta que tengo es muy simple: no tengo la menor idea. Ni vos ni yo lo sabemos. Pero de lo que estoy seguro, es de que Dios sí lo sabe. El ve todo claro, pero además, ¿Te acordás? “Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman” Es decir que si le creemos a San Pablo, de esto saldrá algo bueno, muy bueno, algo que te hará vivir la felicidad con más plenitud que nunca. ¿Y que tenemos que hacer cuando no podemos ver el camino que tenemos por delante? Mirá: cuando vos andás de noche con tu bicicleta y te detenés, caés en la oscuridad total, pero si comenzás a pedalear de nuevo, el dínamo te da la luz que necesitás para no chocar. La respuesta es siempre la misma. Hay que pedalear, es decir amar. Amar sin esperar nada, amar a todos, amar con actos concretos, amar en todo momento porque Cristo está en el otro, es el otro. Así Dios te alumbrará la partecita del camino que tenés por delante. No todo el paisaje, no, eso solo lo veremos cuando estamos junto al Padre, cara a cara con Él...


Hacía calor en el despacho del viejo cura. La noche había transformado al jardín del fondo en un hueco fresco y atractivo, silencioso y profundo. Por sugerencia de Juan salieron a sentarse en el banco desde el que podrían mirar el parpadeo de las estrellas. Juan recordaba la primera vez que hablaron, quizá la única vez que en realidad lo habían hecho. Estuvieron un rato en silencio. Ambos supieron que en ese momento era lo mejor.
—Me gustaría aprovechar para decirte algunas cosas que quizá no tengan mucho que ver con lo que veníamos hablando ¿Te parece bien?
—Claro que sí, padre.
—Bueno... Una es que... hubo un tiempo en que nos inculcaron que la baja autoestima era una especie de virtud. Estábamos tan prevenidos contra el orgullo que bueno, no es que nos fuimos para el otro lado, sino que tergiversamos la cosa. Nosotros valemos infinitamente porque Dios nos ama infinitamente. Y punto. Si vos sos precioso para Dios, tenés la obligación de considerarte precioso, invalorable, único. Y esa es la pura verdad. Palabra de Dios, que se hizo hombre por vos y murió por vos. Y la otra cosa es... tal vez me meta donde no me llamaste ni me necesités, si es así te pido disculpas. ¿Sigo?
—Claro, padre, claro que sí. —era evidente que Ricardo se encontraba más cómodo en la semipenumbra del jardín.
—Bueno. La otra cosa es que debemos ser simples, no dedicar demasiado tiempo a controlarnos, no vigilarnos demasiado. A Dios tenemos que conseguir verlo como a Abbá, papá, o mejor papito, tenemos que tener ante él la actitud de un chico de... digamos de cuatro años. ¿Viste? tener confianza absoluta en su providencia, contar siempre con él, amarlo con la naturalidad y la espontaneidad de un chico de esa edad ¿me entendés? Los escrúpulos que tenemos en ocasiones son causados por nuestra falta de fe. Ni más ni menos. Tenemos que tenerle fe a Dios, como un bebé le tiene fe a su mamá y a su papá. Esa felicidad de tenerlo siempre conmigo a mi papito, esa es la que Dios quiere que viva en cada momento.
Siguieron conversando a veces, otras en silencio mirando las estrellas que ya querían irse, vigilando los colores del amanecer y atendiendo al canto madrugador de los pájaros. Ninguno de los dos quería terminar la entrevista, se habían encontrado por fin. Juan sabía que ambos habían ganado un amigo.
—Padre Juan, quisiera que tome esto como una confesión, y me dé el perdón de Dios. Después de todo, me pasé toda la noche haciéndole confidencias, digamos... algo complicadas. Creo que me gané la absolución. —Ricardo, aunque visiblemente ruborizado, intentó terminar la entrevista con algo de humor.

—Te doy el perdón de Dios, pero acordate que no es que vos te lo ganaste, te lo ganó Cristo en la cruz, y sufriendo por amor. Juan musitó la vieja fórmula del sacramento. Pudo ver entonces con la inteligencia y sentir con el corazón agradecido por qué se le llama “de la reconciliación”. Y como penitencia, Ricardo —sabrás que siempre fui bastante severo— por el término de digamos, un año, vas a tener que cumplir con tres actos de amor por día. Pueden ir desde una sonrisa a uno o un buen consejo a otro, hasta donar un riñón o ahogarte por rescatar a alguien del agua. El conflicto que te trajo aquí se lo dejás a Dios, Él lo va a solucionar como sea. ¿De acuerdo?

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