ABBÁ – LA NOVELA
LOS COMPAÑEROS
Aquella mañana Juan acompañó al compañero Raúl Ojeda en una visita al asentamiento. Ya hacía dos días que la sudestada había cedido ante el pampero; el cielo estaba limpio, el aire seco y ya se podía pisar el barro sin quedar empantanado. Uno de sus lugartenientes le había llevado a Ojeda la noticia de que varias familias ya estaban reinstaladas en sus casillas; y si bien hubiera preferido ser previamente consultado, tuvo que aceptar que estaban en su derecho. Como la situación podía escapársele de las manos, quiso inspeccionar personalmente el lugar a fin de mostrar él la iniciativa de la reocupación. Juan se ofreció para acompañarlo y el jefe político aceptó encantado. Conservar una buena relación con la Iglesia constituía para Ojeda gran parte del ABC de la política. No iba a ser él quien repitiera el error del general. Además, el compañero notaba —lo siento, si mal no viene, en los huesos, como quien dice— que el exhibirse con el cura le daba cierta aura de poder.
El viento había arrancado varios árboles, afortunadamente sin causar grandes daños y alguno que otro techo se había mandado a mudar. Por otra parte “la situación habitacional —como apuntó Ojeda— está de alguna manera controlada”. La sorpresa para el cura fue que el jefe político, y esta vez con una prosa de entrecasa que no le conocía, le ofreció un cobertizo escondido en el corazón de la villa, para que cuando quiera nos venga a contar sus cosas, o sea. —O sea catequesis, misa, charlas... pensó conmovido Juan.
—¿Qué le parecería Ojeda, si organizamos una despedida como Dios manda? Estuvimos conviviendo varios días con los compañeros del asentamiento y no está bien que se vayan de la noche para la mañana así nomás como a quien no le importan los amigos... Juan hablaba mientras trataba de mantener el equilibrio sobre los ladrillos que alguien había colocado en la vereda barrosa. Matorrales apretados de yuyos crecían casi ocultando la zanja que bordeaba la calle. Alguna vez la autoridad, “sensibilizada por el clamor del pueblo” había volcado sobre ella varios camiones de escombros. Pasada la elección y la compasión, fueron los escasos vecinos del lugar los encargados de desparramarlos lo mejor posible usando sus palas y sus manos. Desde entonces nunca más quedó encajado un camión, en gran medida porque ninguno había querido exponer sus neumáticos a los agudos bordes que asomaban del escabroso afirmado.
—Coincido plenamente con usted, reverendo padre. Aunque debemos considerar que los, si se quiere, escasos recursos económicos de nuestros compañeros y compañeras van a constituirse, si mal no viene, en un escollo insalvable como quien dice. Tenga en cuenta usted que toda despedida incluye, lógicamente, alguna nota, en otras palabras, matices de tipo manducatorio, o sea. —A Juan en ocasiones le resultaba casi imposible seguir los vericuetos retóricos del jefe político, pero esta vez entendió el mensaje.
—No se preocupe, compañero Ojeda, de alguna manera nos vamos a arreglar... (le pareció farisaico mencionar a los lirios del campo; en realidad estaba pensando en la billetera del obispo) Además no somos tantos.
—No crea, reverendo padre —mientras respondía con un gesto al saludo de un vecino— mis fuentes mencionan una cifra aproximada de (alma más, alma menos) sesenta almas. En otras palabras, los conté. Me refiero a los cuerpos, quiero decir.
—Y con la gente de allá que se va a agregar, algo menos de cien personas. Bueno, vamos a ver que se puede hacer. Déjelo por mi cuenta, Ojeda.
—Reverendo padre, hay un pedido que debo hacerle, abusando si se quiere, de alguna manera, de su paciencia. En lo personal, me resultaría de sumo agrado despedirme de su jefe, su santidad. Le quedaré eternamente agradecido por haberme aclarado varias y diversas dudas con su disertación sobre el asunto ése de los ángeles que desde chiquito me tenía intranquilo, si se quiere, conmocionado. Y me estoy refiriendo a su santidad el obispo, porque lo que es usted, en su momento me impresionó como escasamente informado sobre la materia, como quien dice.
—Veo que a usted no se le escapa nada, compañero. Tiene razón; ese tema lo tenía algo descuidado. Escúcheme, Ojeda. Aquí entre nosotros, no lo trate de “su santidad” al obispo. Es una persona muy modesta y prefiere un trato más familiar. Algo así como “obispo” o “padre” o en todo caso “compañero”. Eso es, llámelo compañero que le va a encantar (Juan ya disfrutaba mentalmente de ese momento)
Así fue como se llegó a un acuerdo. La despedida sería el próximo domingo. La organizaría el cura e incluiría “matices de tipo manducatorio, o sea” como había sugerido Ojeda.
Comenzó a las 9 de la mañana con una misa concelebrada por el obispo y Juan. Al aire libre y bajo los paraísos, con el altar armado sobre el atrio de la capilla. Ricardo era el acólito y contribuía con su formalidad estricta y simétrica a disimular el escaso orden de la flamante feligresía. Chicos y perros, no demasiado interesados en la ceremonia, se corrían unos a otros recibiendo cada tanto un coscorrón o un puntapié respectivamente a fin de despertar su piedad. El sermón del obispo Damonte le sirvió a Juan para conocer una faceta nueva de su personalidad. Campechano, paternal y usando algún que otro ejemplo tomado de la inundación y de la vida cotidiana de los habitantes de la villa, cuando se dirigía a éstos. Algo más severo con el público local, cuando les recordaba las exigencias de su cristianismo. El matiz manducatorio que “si se quiere culminó la jornada” como destacó el jefe político en su alocución, consistió en chocolate y medias lunas aportadas por la jerarquía eclesiástica.
Marta se mostraba feliz. Al no haberse cumplido sus predicciones agoreras (estuve revisando, Juan. Solo faltan unas cuantas velas; en serio, parece buena gente, mirá vos, quién diría) se movía entre los huéspedes ofreciendo facturas —sírvase, Doña que para eso están—, comentando el tiempo y elogiando bebés. Había rescatado una máquina fotográfica que hacía años no usaba y en los momentos en que no incitaba a comer las medias lunas del obispo, agrupaba gente y previo: ¡Whisky...! disparaba, prometiendo llevar las fotos a la villa apenas estuvieran reveladas.
—Venga, Don Fernando. ¿por qué no trae a su hermano Alejandro y nos sacamos los cuatro una foto con el obispo? (estocada a fondo de Juan. No olvidaba la intriga policial del vecindario que lo pondría en letras de molde)
—Se agradece, padre. Pero mi hermano no se sentía del todo bien, seguro algo que comió, por eso es que no vino a la misa. Si no, usted sabe que no es de faltar (mentiroso, siempre te vi a vos solo, sentado en el fondo a la izquierda, a mí no me engañás)
Por fin Marta acabó con el rollo. Para ese entonces, un grupo de mujeres de la villa estaban reunidas, discutiendo acaloradamente. Usando de los privilegios de su reciente amistad, Marta se agregó al grupo. El tema era la novela mexicana, por lo que supo que pisaba un terreno familiar.
—No señora. Discúlpeme pero el Juan Ignacio es así, le explico —tenía el uso de la palabra la gorda retacona de la medallita. Se dirigía a una chiquita y delgada con permanente expresión de pedir disculpas— Él, el Juan Ignacio, a Don Silvestre (el patrón, ¿se acuerda?) lo trata de “padrino”. Ahora, en la finca, entre la gente ¿vio? hay dos teorías, un decir. Unos dicen que el verdadero padre fue uno que había sido capataz de la finca y que murió en circunstancias sospechosas —por ahí lo mató el patrón en alguna discusión de polleras— y otros dicen que el padre es justamente el patrón, que se lo había dado a criar a la mujer del capataz, y que la discusión con el capataz fue porque éste se creía que era hijo de él. Parece que era un hombre muy borracho y que no llevaba bien la cuenta. Y una cosa que lleva a la otra, parece que el patrón lo había matado.
—Pero, dígame señora ¿en que capítulo contaron todo eso? Porque hasta ahora yo no me perdí ninguno y no me acuerdo. A menos que lo hayan dicho anteayer, como durante la tanda me fui a barrer atrás... aunque la Isabel se quedó mirando la novela y eso no me lo contó. —Marta estaba sospechando que la gorda la agregaba condimentos propios a la trama.
La conversación había llegado hasta el grupo del obispo, que no entendía cual podía ser el problema que interesaba tanto a tantas mujeres. La pregunta que formuló le dio el pie a Juan. Monseñor, eso es lo que usted se pierde por ser un intelectual. Si usted tuviera en su casa un televisor y dos mujeres como tengo yo, vería como se amplían sus horizontes.
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