lunes, 29 de diciembre de 2008

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 20

ABBA – LA NOVELA


EL JEFE POLÍTICO Y LOS ÁNGELES


Esta vez no fue el obispo el que lo llamó a Juan. Fue la secretaria de la curia. Después de confirmar la presencia del cura en la parroquia, avisó que monseñor llegaría en cualquier momento de visita. Marta atendió el llamado. Después de colgar el teléfono, corrió a la capilla donde Juan conversaba con algunos de los huéspedes. El compañero Ojeda le había planteado un problema “si mal no viene, teológico” había dicho el jefe político. En que se diferenciaban y cuáles eran las funciones específicas de los ángeles, los arcángeles, los querubines, los serafines, las potestades y las dominaciones. Esta duda que lo atormentaba desde sus tiempos del colegio salesiano, había sido uno de los motivos que lo llevaron a alejarse de la religión. Varios de los inquilinos, a falta de algo mejor en que usar su tiempo, presenciaban el debate. El llamado de Marta fue un inmejorable pretexto para Juan.
—Discúlpeme, compañero Ojeda y demás compañeros y compañeras (se le estaba pegando el estilo discursivo) pero viene mi jefe de visita y tengo que preparar algunos papeles. En todo caso, después seguimos con este interesante tema. O mejor, le pedimos al obispo que nos lo explique. Siempre tuvo fama de experto en angelología.
Ya en la parroquia, Marta le dispara
—¿Me querés decir qué papeles tenés que preparar?
—Qué sé yo, Marta. Fue lo primero que se me ocurrió para escaparle a la conferencia. Mirá vos las dudas extrañas que le quedan a la gente. Decime, ¿qué es eso de que viene el obispo?
—No sé, Juan, pero me da mala espina.
—¿Te diste cuenta de lo desconfiada que sos? Seguramente por algún asunto... digo yo, vaya a saber... (dicho esto sin mucha convicción)
Juan no lo sabía, y siguió sin saberlo hasta un buen rato después de llegado Monseñor Damonte a la parroquia. Los primeros veinte minutos se fueron en gentilezas, vagos comentarios sobre temas generales, ofrecimiento y aceptación de una taza de té... El obispo era un maestro en dilatar los tiempos y en preparar el terreno cuando lo suponía poco firme. Recién cuando la conversación se orientó hacia el tema de la sudestada, Juan comenzó a intuir algo. Y cuando se mencionó la inundación, supo que el obispo se decidía a encarar el motivo real de su visita. También entendió la estrategia. Damonte quería darle a él la oportunidad de introducir el tema de los villeros que ocupaban la capilla.
—... porque como usted sabrá, Monseñor, tuvimos que hacer un lugar para unas cuantas familias. Las escuelas ya estaban llenas, daba pena verlos tan hacinados... Juan hacía un esfuerzo para no tartamudear. Se sentía en falta y no entendía bien la causa. El obispo seguía inexpresivo y en silencio. Se mantenía apoyado en la mesa, con las manos cruzadas y la mirada baja. Parecía no querer interrumpir ni con un gesto los titubeos del cura. Nunca pudo Juan recordar las palabras que usó en la ocasión. Como no sabía hablar sino desnudando el alma, seguramente le transmitió al ex condiscípulo tanto sus convicciones como sus dudas. Comenzaba a molestarle la sensación de que la noticia le había llegado al obispo en forma de crítica, con el estilo hipócrita que conocía tan bien. También le fastidiaba disculparse sin saber de qué. Oyéndose hablar, notaba con desagrado su inseguridad, y esto alimentaba una rencorosa paranoia que trataba de ocultar —así le parecía— con manifestaciones de un amor al prójimo que en ese momento no sentía. Cuando terminó, hubo un largo silencio. El obispo se acomodó en la silla y comenzó a hablar con lentitud, eligiendo las palabras.
—Es cierto Juan. Hubo algunos feligreses que pensaron que no correspondía alojar a la gente en la capilla y me vinieron a hablar, estoy seguro de que con la mejor intención (Juan intentaba dominar, o en todo caso no hacer visible su indignación. Ninguno de estos alcahuetes bien intencionados había tenido la decencia de cuestionar la medida lealmente. La imagen del seminarista comenzaba a irritarlo. Sin notarlo siquiera comenzó a pasar revista a cada uno de los posibles traidores. El plural usado por el obispo... el grupo debería incluir necesariamente a algún “vecino caracterizado”, tal vez el juez... ) Mencionaste al pasar —seguía el obispo— algo así como sentir el amor al prójimo (Juan no recordaba haber expresado la idea. Esos son los riesgos de ser espontáneo) Al respecto, te quiero recordar que la verdadera generosidad proviene del convencimiento, no del sentimiento. Nuestros sentimientos suelen ser erráticos, inconsistentes ¿no te parece? Pero ya hablamos demasiado. Me gustaría conocer a tus huéspedes. El obispo Damonte se puso de pie. Juan lo imitó, sólo que al tropezar con la silla casi la tira al piso. Todavía no adivinaba si había venido a la parroquia para felicitarlo o para reprenderlo. A los diplomáticos les encanta esconder el juego.
Monseñor, le presento al compañero Raúl Ojeda, jefe político del asentamiento
—Mayor gusto, señor (no te animaste a llamarlo compañero. En eso te llevo ventaja)
—Para mí es un honor, por qué no decirlo, tratar con un representante de la Jerarquía Eclesiástica Argentina. Mis compañeras y compañeros y yo mismo, esperamos no ocasionar, de alguna manera, dificultades en el funcionamiento de su sagrada institución, su santidad —dijo Ojeda de un tirón y quedó encantado— El trato de “Su Santidad” tomó de sorpresa a Damonte. Usando de todo su oficio, consiguió continuar la conversación con naturalidad.
—Por favor, mi amigo, están ustedes en su casa. Dígame, ¿cómo los trata este cura, qué es lo que andan necesitando? Me gustaría ayudar en lo que usted estime necesario. En la iglesia necesitamos a muchos dirigentes como usted, metidos en el corazón del pueblo (viejo zorro, sos un as... Juan sentía crecer su admiración por el obispo) Mientras el jefe político y el jefe espiritual continuaban con el intercambio de parrafadas de este tenor, una matrona obesa y retacona apartó a Juan pidiéndole le bendiga una medallita. Después de hacerlo, Juan se interesó por su familia, su trabajo, etc. Cuando volvió al grupo del obispo, que para ese entonces se había convertido en multitud, lo encontró enfrascado en una sesuda disertación con menciones a los querubines del folklore babilónico, al ángel que agitaba el agua de la piscina probática y a los que llevaron a Lázaro al seno de Abraham. La charla estaba poblada de citas de evangelios apócrifos, describía la escala de Jacob, y contaba la historia de Tobías discutiendo con el arcángel Rafael. Ojeda, que al comenzar la conferencia tomó algunas notas, había dejado abandonada su libretita y escuchaba fascinado tanto misterio. En determinado momento, ya con el auditorio en un total estado de confusión, el obispo dio un giro al discurso.
—Pero mis amigos, tengan presente que lo realmente importante, la síntesis de toda la fe y de toda la ley es el amor. A Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Si pensar en los ángeles los distrae de pensar en el prójimo, entonces mejor olvídense de los ángeles. Esto que están haciendo ahora, esto de ayudarse en la necesidad, es lo que Dios les pide y lo que Dios no olvida.
Ya en el trayecto hasta la casa parroquial y dirigiéndose a Juan con expresión seria agregó.
—Padre Ordoñez, desde mis tiempos de seminario nadie me había jugado una como ésta de los ángeles. Pero no olvide que las bromas mías, considerando nuestras respectivas responsabilidades, pueden resultarle un poquitín pesadas. —El obispo estaba feliz y usaba su fino y doctoral humor de cancillería.

No hay comentarios: