ABBÁ – LA NOVELA
INUNDACIÓN
“Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió. Fue corriendo, se hechó al cuello de su hijo y lo cubrió de besos.”
... y desde allí llamó por teléfono a Rolo.
—Nene, haceme un favor. Si podés, venite ya mismo por acá. Tenemos un asunto gordo entre manos.
—Ya voy, cura
—Te espero.
No mucho más largos que éste eran habitualmente los diálogos telefónicos de Juan con Rolo. El hijo del plomero Lombardelli era el líder natural de los jóvenes y el brazo derecho de Juan en temas que requirieran acción.
—¿Qué tal, Rolo, cómo anda tu viejo?
—Bien, ya anda bien, gracias.
—Mirá, Rolo. Disculpá que te haya llamado así tan apurado. Lo que pasa es que se desbordó el arroyo y media villa está bajo el agua. Imaginate el drama que es para esa gente, con el frío que está haciendo. Bueno, resulta que Hernán, el ayudante del mecánico... ¿Lo conocés? bueno, Hernán está dando vueltas con un concejal o algo así buscando algún sitio donde poner la gente que no tiene lugar en la escuela que está cerca de la villa. Lo que te quiero pedir es que salgas a buscarlo —creo que se fueron a la otra escuela, esa de las cinco esquinas— y les digas que si hace falta aquí en la capilla podemos alojar más o menos a diez familias. Mientras tanto, yo voy a ir apalabrando a los vecinos y a algunos de la parroquia para ver si nos pueden ayudar con lo que sea, que se yo, me imagino que vamos a necesitar colchones, frazadas, gente que les deje usar el baño, comida, estufas... seguro que se me olvida algo. Bueno, pero lo primero es que sepan que la iglesia está disponible.
Así fue como esa tarde comenzó a llegar la gente de la villa. Recelosos, tímidos, algunos con la curiosidad de entrar por primera vez a un ámbito que suponían ajeno. A regañadientes “Juan, esto es una locura, te van a robar hasta las baldosas, las beatas te van a despellejar... “etc. Marta ayudaba a alojarlos cada familia en una parcela del piso de la capilla. Juan había llevado el copón con el viático a un lugar de su biblioteca. Dejó algunas imágenes —en ese sentido le tenía fe a la de la virgen de Luján— de modo que los inquilinos recuerden dónde estaban y mantuvieran algún orden dentro de la inevitable confusión del amontonamiento. Mientras tanto, Isabel y Rolo con algunos de sus compañeros recorrían el barrio, en especial las casas de allegados a la parroquia, pidiendo lo necesario para que la gente pueda pasar esa noche y las noches que siguieran en un lugar por lo menos seco y abrigado.
—Padre, le presento a Raúl Ojeda, dirigente político del asentamiento. —Hernán hacía las presentaciones.
—Mucho gusto, Sr. Ojeda. ¿usted es concejal?
—No, padre. Soy el jefe político. En ese sentido, he sido plebiscitado, como quien dice. En nombre de mis compañeros y en el mío propio, quiero agradecerle a usted la generosidad conque —¿por qué no decirlo?— honra a su sagrada investidura. Le doy mi palabra de que la gente va a respetar este sagrado recinto, valga la redundancia. Si mal no viene, como que hay Dios como usted bien sabe y le consta. Eso sí. Nuestros hogares han sido bendecidos con un sin fin de niños ¿Vio? Y por más que uno reparta coscorrones, va a ser algo problemático mantenerlos a raya, como quien dice, sin que hagan algún pequeño despelote... pero todo sin maldad. Considere que son los únicos privilegiados, de alguna manera. En cuanto a los perros —en el asentamiento tenemos unos cuantos canes, gracias a Dios— ya organizamos guardias de compañeros para que no entren a la casa de Dios, como quien dice. Y fundamentalmente para que no cumplan con sus necesidades fisiológicas en la intimidad misma del sagrado recinto. Usted déjelo por mi cuenta. Cualquier queja por disconducta de compañeros o compañeras, hable con un servidor, que el que arme quilombo —usted disculpe, padre— se la va a ver conmigo.
Al caer la tarde la animación de tanta gente contrastaba con la tristeza del paisaje invernal. Bajaba ahora una ligera llovizna y se hacía sentir el viento frío del sudeste. Juan había obtenido del rector permiso para que después de sus clases, Ricardo dejara el seminario y se acercara a la parroquia para ayudar en la emergencia. Sin hacer ningún comentario, se sumó al equipo de Isabel y Rolo. Con cierta facilidad se había logrado el préstamo de frazadas y ropa seca. Más dificultades hubo con los colchones y estufas. Ricardo obedecía con diligencia a todo lo que Juan le pedía, no obstante éste advertía en el seminarista alguna reserva, un cierto aire desaprobatorio ante la invasión de esa gente embarrada y quejosa que se había posesionado del lugar, de chicos desgreñados que corrían, entraban, salían, jugaban a la pelota o se peleaban, y de perros de todo pelo que ladraban y comían tanto fuera como dentro de la capilla. En medio de todo ese desorden se movía con aire de autoridad Raúl Ojeda, al cual se había adherido el mellizo.
—Como le digo, compañero. Usted es muy joven y no lo pudo ver, pero en aquellos tiempos estas cosas no pasaban. Porque para eso estaba la señora. Yo tuve un hermanito, Dios lo tenga en la gloria, que la vio, allá por el `49. Estaba toda rubia, junto al General, bien engominado y con su traje blanco tan elegante y su moñito, que había que ver como los aplaudían a los dos. Por el `49 fue, en la cancha de River. Llegaron a la semifinal, mi hermanito digo, el cuadro de mi hermanito ¿vio? Así es compañero, cómo pasa el tiempo.
Don Fernando disfrutaba de un flamante interlocutor. Ojeda practicaba la muy política habilidad de simular interés, al mismo tiempo que vigilaba discretamente el incesante circular de gente por la capilla. Alguien le había prendido una vela a la virgen de Luján. Le daba un aire más sacro.
—Ricardo, es urgente conseguir más baños. Quedate un rato por aquí que yo me voy a dar una vuelta por algunas casas, al bar de la vuelta, la sociedad de fomento... que se yo. Vamos a tener que distribuir los baños por familias, eso después lo arreglamos con Ojeda. Mientras tanto, que usen el nuestro. Ojo, a cada uno que entre avisale que apriete el botón con suavidad y que no lo suelte hasta que haya bajado toda el agua. En fin, de todas maneras lo van a descomponer, sería mucho pedir que tengan tanto cuidado. Dejá el calefón prendido y explicales como se usa, o si te parece pedile a Marta que lo haga. —Ricardo asiente, serio. Ningún comentario, solo obedece.
—Y al que pregunte, decile que la misa se celebra a las mismas horas y al aire libre, delante de la capilla.Y si llueve, desarmamos la mesa y celebramos dentro del comedor. Mientras yo no esté, si hay alguna situación imprevista, actuá según tu criterio. Sería bueno darle también participación a Ojeda... (y no estaría de más que me des tu opinión con franqueza. Si te parece que hacemos mal, que es una irreverencia usar la capilla para cambiar pañales en el piso. O si debo imponerles a los pobres villeros una especie de voto de castidad transitorio para los matrimonios. ¿Eso es lo que te preocupa, no?) ¿Está bien, Ricardo?
— Sí, padre —sin sonrisa. Como para agregar: pero...
Juan, más ofendido que contrariado, pasa por la cocina. Encuentra que Marta, junto a dos mujeres del grupo de la villa (acordarme de llamarle “asentamiento”) está intentando preparar alguna comida caliente. Ni bien lo ve a Juan, lo lleva aparte.
—Juan, esto es un desastre. Esta gente está dejando un olor insoportable, todo desordenado, no cuidan las cosas, andan como Pedro por su casa por toda la parroquia...
—Marta, no te enojes... Después hablamos tranquilos, pero por ahora tené presente esto: ésta es su casa. Pensalo. Ahora me voy a buscar baños por el barrio. Les voy a pedir a los vecinos que dejen entrar gente desconocida a sus casas, así que yo tengo que poner la cara. ¿No volvió Isabel? No. Seguía de recorrido pidiendo ropa de cama.
—Decime una cosa Marta. ¿Vos sabés que cosa es un “jefe político”? Marta no sabía, pero lo mismo desconfiaba.
Salió con su frágil paraguas de las antípodas, escasamente equipado para soportar sudestadas rioplatenses —duró dos cuadras antes de darse vuelta y quedar inutilizable—. Cierta tristeza, en parte causada por el tiempo, en gran parte por la incomprensión, iba horadando el ánimo del cura. Empapado y temblando de frío, entró en la sociedad de fomento inevitablemente denominada “Unión y Progreso”. Así con mayúsculas y circundada por los laureles respectivos. Felizmente encontró a su formal presidente, el peluquero Perotta con muy buena predisposición.
—Los baños de nuestra querida Sociedad están a disposición de todos los vecinos, sin distinción de raza, religión o credo político, pero en especial de los menos favorecidos por la fortuna. El servicio ha sido nuestra razón de ser, ayer, hoy y siempre.
De mucho mejor ánimo y aleccionado por el cívico sermón, Juan se dirigió a lo del árbitro jubilado —A.F.A. divisiones inferiores— don Recaredo Vazquez. Tanto él, como el secretario de actas vitalicio de Junta parroquial, don Roberto Sempere, aceptaron facilitar sus baños respectivos a dos familias cada uno, siempre que llegaran, aunque más no fuera la primera vez, acompañados por gente conocida.
Esa noche, terminada la distribución de las raciones de puchero, acostada Isabel (discúlpenme pero me voy a dormir, estoy rendida) vuelto a su seminario el reticente Ricardo y dormidos la mayoría de los huéspedes de la capilla, Juan la llamó a Marta.
—Vení, querida, vamos a conversar al escritorio.
Algo intimidada por la formalidad del pedido, Marta acompañó en silencio a su amigo el cura viejo y desaliñado. Sentados y frotando las manos sobre un viejo calentador de kerosene, ya que la estufa a garrafa estaba en la capilla al cuidado del jefe político (por favor, con cuidado, compañero Ojeda. Que no la toquen los chicos, a ver si ocurre una desgracia) Juan comenzó a hablar.
—Mirá Marta. Nosotros pocas veces hablamos de corazón a corazón. No sé si tenés en claro que sos mi mejor amiga. Y de paso, también mi mejor amigo. Antes que cocinera, mucama, secretaria, dama de compañía de mi difunta vieja y flamante compinche de mi hermana, sos mi amiga. Y antes de que me dé un patatús y me quede seco sin tiempo para nada, o que me agarre una enfermedad y el dolor me lo impida, quería decírtelo. Además, quería agradecerte tu ayuda en esta patriada, este asunto de los villeros. A vos te pareció seguramente una locura, producto de un acto impulsivo. Es probable. A mí también. Pero viéndolo bien ¿sabés por que pensamos así? Porque no somos cristianos. No como deberíamos, por lo menos. Esto que nos parece tan irregular, tan atípico, debería ser la actitud más espontánea, más natural, más lógica y más razonable del mundo. Deberíamos sentir no solo “la satisfacción del deber cumplido” —Juan recordaba la conversación de esa mañana con Santiago— sino que deberíamos estar felices y agradecidos a Dios. Hoy nos dio la oportunidad de abrigarlo, de darle un lugar seco para dormir, de ofrecerle un baño caliente... Porque vos lo sabés bien, y yo también aunque casi siempre lo olvidemos. En cada uno de esos chicos embarrados, sucios y a veces mal educados, en cada una de esas gordas dejadas, en cada uno de esos desocupados resentidos que nos dicen “ustedes los ricos” en cada uno de ellos está Cristo. Por cada uno de ellos Dios se hizo hombre, y eso sí que es un bajón ¿no es cierto? Sufrió todo tipo de dolores y humillaciones y murió en la tortura. Por cada uno de ellos. Y también por cada uno de nosotros. Y hoy pudimos retribuirle algo, porque lo abrigamos a Él, le preparamos un puchero caliente, le conseguimos un baño y lo hicimos sentir estimado, respetado. Mirá, Marta. Ni a vos, ni a mí, y yo creo que a nadie, se le ocurriría faltarle el respeto a una estampita de la virgen. Que se yo; si se te cae al piso, le sacás el polvo y la besás, te indignarías si alguien hace un chiste de mal gusto a costa de la estampita... Y sin embargo, a veces no nos cuesta nada criticar o faltarle el respeto al prójimo, hablar mal de él a sus espaldas o negarle el saludo. Y no estoy mencionando faltas graves. Sin embargo, el más desarrapado, el más antipático, el más desagradecido de ellos vale infinitamente más que una estampita de la virgen. Infinitamente más, aunque la estampita esté bendecida por el Papa. Porque Cristo murió por él, no por una imagen de su madre. Porque Cristo nos mandó amar como Él. Es decir hasta dar la vida. Así que mirá que suerte que tuvimos hoy. Hoy fue un día para dar gracias. Aunque es probable que algunos de nuestros amigos no lo entiendan...
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