ABBÁ – LA NOVELA
UN VECINO
Hacía ya algunos meses que Ricardo Montes circulaba por la parroquia. Todos los sábados llegaba por la mañana, se ponía a disposición de Juan, cubría diversas reuniones de catequesis y poco a poco iba conociendo y se iba adaptando al ambiente del barrio. Los domingos al mediodía dejaba la parroquia para almorzar en el seminario. Así se enteró el cura que compañeros y profesores eran su única familia. Para sorpresa de Juan, había conseguido una buena relación con los mismos jóvenes para quienes hasta hacía poco era un “aparato”. Sin embargo, había algo entre el seminarista y el cura que le impedía a éste aceptarlo plenamente. Juan tendía a usar con él un trato formal y ceñido al protocolo; en una palabra, lo mantenía a cierta distancia y le molestaba no entender el motivo. Él no era así.
Después del ajetreo del fin de semana, había los lunes un paréntesis en la vida parroquial. Por lo tanto, con la única excepción de la misa a la tardecita, Juan disponía de todo el tiempo para él. Y si no debía cumplir algún trámite en el centro su placer era colarse por el fondo al taller mecánico de Santiago. Con él, como con su difunto padre, Juan se encontraba cómodo. Le gustaba el muchacho: trabajador, responsable y de pocas palabras. Apenas se oía en el taller el sonido de algún motor, la radio a escaso volumen ambientando el paisaje suburbano con interminables tangos y ocasionalmente algún intercambio de frases con Hernán, su ayudante morocho, bajo y robusto con quien mantenía un trato llamativamente formal. De “usted, Hernán” a “Don Santiago”. Juan llevaba su libro, se instalaba en una silla de lona a la sombra del gomero y previo un escueto saludo, leía disfrutando del silencio y de la discreta compañía. En los momentos en que se lo permitía el trabajo, Santiago se acercaba con el mate, y sentado al lado de Juan, sin ningún preámbulo comenzaba a filosofar. Se confesaba creyente en algo superior aunque “no creo en los curas, usted disculpe Don Juan”. Como suele verse en mucha gente honrada, se atenía a normas éticas severas y estrictas que por otra parte exigía a los demás. Era intolerante y no creía en matices. En el pasado, cuando necesitó un confidente, lo usó a Juan previa aclaración: “Pero usted no crea que me estoy confesando...”
Aquel lunes Juan se encontraba cumpliendo su rutina semanal. La lluvia fría e intensa que desde días atrás entristecía el barrio, lo obligó más que nunca, paraguas de Taiwan enarbolado y tras chapotear en el barro del fondo, a buscar calor en el mate y en la compañía del taller. Por causa del temporal, Santiago disponía de tiempo libre, así que había dado franco a Hernán y aprovechaba para conversar a gusto con su filósofo de cabecera.
—...porque no creo que muchos de los que van a su misa de todos los domingos y fiestas de guardar tengan la conciencia tranquila como la tenía mi viejo. O como yo mismo. Porque nunca gané un peso como no fuera trabajando, que ni al Prode juego... o a lo que sea que se juegue ahora. Si mi mayor felicidad es llegar a casa bien cansado, después de un día de mucho trabajo con la satisfacción del deber cumplido, como quien dice.
—¿Sabés que dijiste algo muy piola, Santiago? Y muy significativo además, aunque pasado de moda. Afirmaste que cumplir con tu deber te da felicidad. Eso es casi una perogrullada, cualquier persona honrada coincidiría con vos. Pero ¿sabés? hoy día se ha llegado a elaborar toda un serie de teorías que cuestionan esta cosa tan evidente. Vos pensás que llevar la comida a tu casa para tu esposa y tus hijos es tu deber. Te comprometiste a eso porque son los tuyos, porque los querés y porque estás orgulloso de tener una sola palabra. Y esos son valores cristianos Santiago. Mirá, un escritor de moda —cuando lo leí me causó espanto— afirmó en uno de sus libros: “... la peor cosa del mundo, el compromiso, libertad que nos negamos a nosotros mismos.” O sea que este buen señor entiende que no está obligado con nadie, ni con los hijos que trajo al mundo, ni con la mujer que eligió, ni con los amigos que confían en él, ni con los pobres que reclaman justicia, ni con el mundo entero que espera de él algo mejor que rascarse para adentro. Aunque yo creo que muchas veces esas cosas se dicen sólo para llamar la atención, para escandalizar. Algo así como el adolescente que se clava aritos en lugares insólitos, agregó sonriendo Juan.
— Ni me hable de esos aritos Don Juan. Yo les daría una buena paliza a todos esos nenes de mamá, a laburar los mandaría, manga de maricones... (Santiago se jactaba también de algunos sentimientos reaccionarios)
—Bueno, bueno —Juan se reía— no te exaltes que era nada más que un ejemplo. Vos también hablaste del “deber cumplido” (Santiago afirma enfáticamente con la cabeza) ¿Sabías que hay gente que niega valor al concepto del deber? Hay un cuento de otro escritor, un italiano. El cuento tiene una moraleja muy curiosa. Más o menos dice esto. Si vos querés ser realmente feliz, verdaderamente libre, tenés que olvidarte del concepto del deber. Tenés que vivir como realmente se te dé la gana, sin sentirte obligado con nadie, sin pensar qué se espera de vos —él destaca “sin depender de la opinión que les merecés a los otros”—. Ese pobre hombre no solo niega el deber. Sutilmente, niega también la real existencia del amor. Nada menos que del amor. Bien mirado el hombre es coherente, porque si niega a Dios, niega al amor. Y el amor es lo que te hace sentir obligado con los demás. Con tu mujer, con tus hijos, con tus clientes, con tus amigos. Es claro, no porque vivas pendiente de las opiniones de los otros sino porque los querés. Cuando amás, aparentemente sacrificás algo de tu libertad. Pero no es así. La verdadera libertad y la verdadera alegría solo es posible cuando hay amor. A pesar de lo que piense ese escritor, la felicidad no está, nunca estuvo y nunca estará en la soledad. La soledad es el infierno. ¿Ves? Eso tan sencillo es nuestra religión. Y aguantate el sermoncito, porque fuiste vos el que empezó con aquello del “deber cumplido”.
—“Sí, padre” remedó con un amago de sonrisa en su cara malhumorada el mecánico anticlerical, mientras se levantaba para cambiar la yerba del mate y calentar más agua. Juan lo acompañó hasta la cocinita.
—Che, Santiago. Decime una cosa. Hay algo que hace tiempo te quería preguntar. ¿Viste los mellizos, esos viejos que viven aquí al lado? —Santiago dejó la yerba y lo miró. Me refiero... ¿Vos los viste juntos alguna vez...? últimamente quiero decir.
— Santiago se encogió de hombros. La verdad... no me acuerdo. Nunca les presté mucha atención, Don Juan. ¿Por?
—Nada, nada. Es una pavada mía. Che, ¿y qué es de la vida de Hernán? Santiago le contó del día libre por el poco trabajo y agregó:
—...así que aprovechó para ayudar a una familia amiga que con este asunto de la sudestada la está pasando bastante mal.
De esa manera se enteró Juan de que a la madrugada gran parte de la villa había quedado bajo el agua. El arroyo desbordado sorprendió a la gente que debió pasar el resto de la mañana sobre los techos. Ahora estaban alojando a las mujeres y a los chicos en la escuela mientras los hombres, con el agua a la cintura trataban de salvar colchones y mantas. También contó Santiago que Hernán, junto con un concejal o algo así, estaba buscando otros lugares porque la escuela no tenía suficiente capacidad. Porque esa gente, que quiere que le diga... es muy dejada, Don Juan.
—¡ Y yo tomando mate y dando sermones! Disculpame Santiago, te dejo. Tengo algo que hacer. Juan abrió el paraguas de Taiwan, cruzó el portoncito de alambre tejido, entró en la casa parroquial por la puerta de atrás...
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