ABBÁ – LA NOVELA
DE LOS PUEBLOS ORIGINARIOS
“... y la vieja Hucha, sin poder contener un ronco rugido de salvaje coraje, dirige una mirada de hosco y enconado odio al malvado Emiliano mientras se incorpora trabajosamente del viscoso barro sobre el que éste había intentado vejarla. Juan Ignacio, a despecho de la lluvia y del gélido frío de la noche, baja de su briosa cabalgadura. Gentilmente, y dejando de lado las diferencias de clase y condición, ofrece su generosa y cuidada mano a la anciana. Caritativo, la ayuda a incorporarse. Las duras y agrietadas facciones de Hucha, talladas por mil generaciones de humillante sumisión, permanecen inmutables. Sin modificar su actitud de encono y resentimiento, el esperpento comunica al hijo del patrón el angustiante accidente que ha puesto en peligro mortal la vida de su única hija, la agraciada e inocente Macarena, rediviva Blancanieves de nativa belleza. Juan Ignacio, dejándose llevar por su corazón impetuoso y generoso, no duda en tomar delicadamente en sus fuertes brazos a la frágil anciana, depositarla sobre la grupa del noble cuadrúpedo y acicateando sus ijares, partir raudo para internarse en la densidad de la noche y de la selva.”
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“Feroces y deslumbrantes rayos rasgan la tenebrosa bóveda, otrora celeste. Hasta las fieras feroces, cobijadas en sus escondidas y protegidas guaridas, observan con terror no exento de fascinación a los elementos desatados. Dijérase que el cielo, asqueado de tanta maldad, quisiera aniquilar la creación toda. Sin prestar atención a la vegetación feraz de anchas, rojas y carnosas hojas que castiga su nobles facciones, Juan Ignacio galopa por los peligrosos senderos de montaña, impulsado por su corazón generoso. Su brazo derecho, fuerte y señorial, sostiene a la andrajosa Hucha, quien no puede evitar, frágil y decrépito vejestorio, el grotesco bamboleo de sus miembros”.
“Mientras tanto, Macarena, al ver la tardanza de su anciana madre, y a despecho del desfallecimiento, del dolor y del desconcierto de sus sentidos, se ha incorporado, y tomándose ora de una rama, ora de un tronco, ora de una caña, intenta llegar hasta el abrigo de su humilde choza rotosa. Pero ¡Ay de los inocentes desprotegidos y a merced de las crueles leyes de la naturaleza! Agazapado y amenazante, acecha desde la gruesa rama de un árbol, acuciado por el aguijón del hambre, un inmenso jaguar de blancos y aguzados colmillos. Con la astucia y el sigilo que distinguen a su especie, el bello y terrible felino espera el momento oportuno para el ataque a esa fácil, grácil y apetitosa presa. Pero, ¡Oh providencia omnipotente que protegéis a los débiles..! en el preciso instante en que el salvaje animal —terribles fauces babeantes, enormes zarpas de afiladas uñas— se lanza al ataque de la niña de inquietante belleza, hace su aparición, interponiéndose en el trayecto del salto de la fiera... “
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“... una figura humana gigantesca y poderosa (después se sabrá que se trata de Quetzal, nativo chiapaneca de raza tolteca, hijo de Niquivil, la hechicera de una cercana aldea Xzotzil, escondida en la selva del Soconusco. Se cree que el padre de Quetzal es Hueitepec, el médico brujo del rito Xzeltal y descendiente directo del rey Matlacoatzin, pero los sospechados padres eluden el tema cada vez que son interrogados por los ziquilitas curcumaques) El fuerte indígena, en lucha desigual y a despecho de contar sólo con dos manos de fibrosos dedos, se traba en desigual lucha con la hambrienta fiera. Macarena, aplastada por el terror, pierde su escaso conocimiento, mientras el gigantesco Quetzal rueda por el pringoso barro en mortal abrazo con el félido. (esta lucha dura un buen rato. La música in crescendo marca el clímax: el hombre quiebra el cuello de la bestia) Quetzal se aleja triunfante, sangrante y tambaleante. Lleva en sus brazos a la desmayada doncella. Se interna raudo en la espesura inexplorada de la umbrosa selva. La tormenta ha cesado. Vacilante, se asoma la pálida luna por detrás de las obscuras nubes. La naturaleza ha representado una vez más el drama cotidiano y salvaje de la vida. La madrugada se anuncia plácida. Faisanes, garzas y pavos silvestres, cantan libres y alegres al tibio sol de allende la montaña...”
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—Mirá lo que son las cosas, en la novela también llovía. Claro que allá es más cerca del ecuador. Es decir... debe hacer menos frío, digo yo.
—No creas, Marta. Acordate que el relator decía que a la noche refresca mucho. Ahora, acá entre nosotras. El indio este nuevo que apareció hoy no me parece que está nada mal para la chica. Casi te diré que me gusta más que Juan Ignacio.
—Sí, refrescará, pero es otra cosa, es la montaña, un frío más sano. ¿Qué dijiste? El indio este... bueno, es otra cosa. El Juan Ignacio es otra calidad de hombre, es más educado, un caballero es. Este indio es demasiado grandote, me parece medio brutote, que se yo. La chica, la Macarena, es india pero debe ser de otra tribu, como quien dice, más fina. Este grandote dijo que es... esperá que por aquí lo anoté... aquí está. Dijo: “nativo Chiapaneca de raza tolteca”
—Bueno, falta saber bien la raza de Macarena. Porque la pobre chica... el padre puede ser el guerrillero, el Emiliano o cualquiera de los que violaron a la madre, Que barbaridad. ¡Ah, Marta, no dejes de anotar los nombres porque son todos medio raros, nos vamos a hacer un matete! Para mejor con las equis metidas en cualquier parte.
sábado, 3 de enero de 2009
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