ABBÁ – LA NOVELA
UN AMIGO INESPERADO
“Él se enfadó y no quiso entrar y su padre salió y se puso a convencerlo. Él contestó a su padre: “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega este hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y tú le matas el ternero cebado.”
Hacía ya mucho tiempo que el asunto de la guardería lo preocupaba a Juan. El hecho era que esos cien chicos comían todos los días, la cocinera cobraba todos los meses y en el barrio escaseaba la gente con posibilidades de colaborar. Por eso había invitado a cenar al Gordo. Éste era el taciturno colega confesor de Marta y que lo había sido de Sara. Él también tenía a su cargo una guardería similar en una parroquia vecina, algo más céntrica que la Sagrada Familia pero no muy distinta en cuanto a recursos. Pensaba Juan que era posible cierta coordinación entre las dos parroquias, si en algún momento a una le sobrara y a la otra le faltara... es decir conversar con el Gordo —Agustín Benitez se llamaba— para ver de mantener canales fluidos de comunicación en un tema que se complicaba tres veces por día. De modo que Marta había estado atareada esa tarde algo más que de costumbre. Se trataba de su confesor, nada menos. Sin que lo admitiera, buscaba quedar bien con la comida y ganar su indulgencia para alguna eventualidad.
Los tallarines estuvieron muy sabrosos, de modo que el padre Benitez pudo mostrar el método empleado para ganarse el apodo. Con el café habían conseguido además acordar algunas medidas concretas y simples que seguramente solucionarían problemas futuros. Una cierta camaradería, que no figuraba en los cálculos de Juan, se había establecido entre ambos curas. Como suele suceder —cuestiones de piel, le dicen— le costaba confraternizar con algunas personas sin que pudiera identificar el motivo. Esas cosas pasan o no pasan sin saberse por qué. Pero esa noche, por primera vez pudo conversar con el Gordo de algo más que de trabajo. Y hubo una vez un asunto que ambos tuvieron en común. Uno el confesor, otro el hijo de Sara. Insensiblemente, sin notarlo siquiera, Juan se sinceraba con el Gordo. No pretendió una reciprocidad que supondría poner en riesgo el secreto de confesión. Buscaba... no sabía bien qué. Aclarar sus ideas pensando en voz alta, o tal vez algo más. Aprovechando la tibieza de la noche se instalaron en el banco del jardín, que permitía alguna privacidad.
—Vos sabés, Agustín, hay veces en que ni yo me aguanto. Sin darme
cuenta bien por que causa, me sorprendo con frecuencia, con demasiada frecuencia, revolviendo el pasado, buscando motivos, hablando con los muertos o con el recuerdo de los vivos, como queriendo corregir mi infancia, temas pendientes que imperiosamente me llaman. Si me largo a hablar te darás cuenta enseguida de que no es cierto que no conozca la causa, de que tengo muy claro el motivo; incluso la solución si es que eso existe. Me imagino que vos estarás enterado de que mi viejo se suicidó... nadie sabe bien por qué. Es seguro que él tampoco, claro, porque para eso nunca hay un motivo racional. Es probable que él fuera más sensible a la falta de afecto, de comprensión, no sé. Creo que la palabra justa es compasión. Que alguien, su mujer, sus hijos, alguien, sintiera con él, junto a él. No tanto que lo “comprendiera” porque eso se hace desde afuera, ¿viste Agustín? sino que lo compadeciera, que se ponga en su lugar para ayudarlo a cargar con la vida. Mirá, gordo —disculpame, ¿Te puedo llamar gordo? no sé por qué me cuesta acordarme de tu nombre: Agustín... San Agustín. Por ahí podría ser— Mirá, hermano. En casa se rendía culto al silencio. Pero era un silencio árido, estéril. Era incomunicación elevada a la categoría de virtud. Cuando veo a la gente común, la gente de pueblo común y corriente, hablando pavadas, frivolidades, contándose chismes malévolos de los vecinos, sacándose el cuero con saña... ¿Sabés qué? A veces los envidio. Porque esas chismosas son las mismas que se meten en las otras casas para cuidar a la vecina cuando se enferma, o mirarle los chicos cuando tienen algo que hacer. Y de paso a chusmear para criticarla después, claro, pero ¿sabés? se tienen en cuenta. Se saben del mismo palo. Saben que es hoy por ti, mañana por mí, esas son sus reglas, saben que se necesitan. Ahora se dice: son solidarias. Uno a veces, y pienso que en casa debía ser así, se siente, me siento, como de una categoría aparte, qué querés que te diga, me cuesta decirlo. Parado en la loma. No hay nada más gráfico y más exacto. Pienso que el viejo no lo soportó y que tampoco supo como salir. Claro, si él hubiera hablado, o mamá, o nosotros... A lo mejor hubieran surgido rencores reprimidos, o nos hubiéramos pasado montones de facturas de años, amontonadas y esperando. A lo mejor nos hubiéramos peleado, insultado, no sé. Tal vez después de eso hubiéramos podido empezar de nuevo algo que arrancó mal de entrada. Son demasiados “hubiera”, ¿no, Gordo? Pero, ¿Qué sentido tiene querer cambiar lo que ya fue? Sólo es perder el tiempo. O tal vez no... Por lo pronto aprendí a valorar a mis viejas chismosas del barrio. Y a saber que la gente busca compasión aunque no parezca haber motivos concretos para ser compadecido. Eso debe ser lo que llamamos “hacerse uno con el otro”. A veces veo con claridad qué poca distancia hay entre psicología y espiritualidad, entre pecado y neurosis. Y bueno... lo vemos todos los días en el confesionario, ¿no, Gordo...?
El Gordo había permanecido todo el tiempo silencioso, casi inmóvil, como para no correr el riesgo de interrumpir el soliloquio de Juan. Conocía la necesidad de éste de esas confidencias. Juan, como su padre, como todos, también buscaba compasión. Y ahí estaba él, el Gordo Benitez a quien Dios había dado el talento de escuchar. Era de pocas palabras el Gordo, pero tenía esa cualidad misteriosa que lo hacía receptor de secretos, a veces vergonzosos, humillantes. En eso se había basado su fama de buen confesor. Sabía escuchar. Una vez que Juan interrumpió su monólogo susurrado como con vergüenza, dejó pasar unos instantes. Cambió de posición en el banco para combatir un calambre y resistiendo la tentación de pararse a estirar las piernas para no romper el clima:
—Mirá, Juan. Estaba esperando que me hablaras también de tu madre; a ella la conocí, y probablemente desde un ángulo distinto al tuyo. Estoy tentado de decir “mejor que vos” pero eso me parece algo soberbio. Y además seguramente no es así. Que la figura de la madre tenga un papel aparentemente tan corto en los recuerdos de tu infancia ya es de por sí elocuente para el que lo sepa interpretar. Y yo de psicología toco de oído. Como vos ya dijiste al pasar, tu madre —“como todos” dijiste— también buscaba compasión. A tientas, como un ciego en una habitación desconocida. Sin saber como se hace. Y la buscaba haciendo lo contrario de lo debido. Esas cosas se ven, vaya a saber por qué, pero se ven. Tenía una imposibilidad casi física de manifestar su necesidad de cariño. Pero sí que lo necesitaba. Mi papel de confesor me daba una ventaja sobre sus hijos. De mí solo esperaba una oreja y el perdón de Dios. Seguramente de ustedes esperaba mucho más. Y por lo tanto no se animaba a pedirlo. Esos malentendidos suelen durar toda la vida, Juan. Me mencionaste una vez que antes de morir pareció casi feliz. Y que en su despedida te dijo algo así como “Gracias Chiche...” Bueno, Juan. Con esas dos palabras te dijo todo. Te pidió perdón y te dio su perdón... (en la oscuridad de ese jardín algo descuidado como su dueño, Agustín pudo ver el brillo de los ojos de Juan) Murió en paz y te dejó también su paz. Hizo lo que pudo, y pudo muy poco. Pero en su despedida saldó su deuda con vos como lo había hecho antes con Dios. Ella también se sentía culpable por lo de tu padre, y tampoco ella sabía como salir de esa culpa. Decime, Juan ¿leíste el libro ése sobre la parábola del hijo pródigo, basado en meditaciones ante el cuadro de Rembrandt? Te lo recomiendo. Me acordé de ese libro por algo que me dijiste. Es cierto que todos buscamos compasión. Es bueno saberlo. Porque así sabremos compadecer. El padre del pródigo tiene en el cuadro sus dos manos apoyadas en los hombros del hijo, que de rodillas, avergonzado y andrajoso, esconde su cara en el regazo del anciano. El hijo pecador busca la compasión de su padre, además de su perdón. Y el padre le da ambas cosas en ese gesto. ¿Sabés que en el cuadro el padre tiene una mano claramente masculina y la otra femenina? Así tiene el Padre puestas sus manos sobre tus hombros. Una es la de tu papá, la otra es la de tu mamá. También sobre los míos y sobre los de cada uno de nosotros. A cada uno como si fuera el único, porque Dios puede hacerlo, porque para eso es Dios. Dios te conoce mejor que vos mismo, te acepta más de lo que vos mismo te aceptás y te quiere muchísimo más que vos mismo. Y te dice, y me dice, como le dijo al hermano mayor : “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.” Y además, Juan, nos hizo curas para que nosotros también podamos compadecer y perdonar como hace Él...
La noche sin luna, silenciosa como un lago, los vio aún durante algunos minutos sentados casi inmóviles y mirando el vacío, o mirando hacia adentro. Después Juan, con una voz que desde la noche era inaudible, pareció decir algo más. Y luego se vio también al Gordo haciendo con su brazo derecho la señal de la cruz ante la cabeza inclinada de su nuevo amigo, mientras musitaba la fórmula de la reconciliación.
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