viernes, 12 de diciembre de 2008

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 14

ABBÁ – LA NOVELA

UNA INTRIGA Y UN CURITA


“El hijo mayor estaba en el campo y, al volver y acercarse a la casa, oyó la música y los bailes. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué significaba aquello. Y éste le contestó: “Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado al ternero cebado porque lo ha recobrado sano.” Él se enfadó y no quiso entrar y su padre salió y se puso a convencerlo.”


— ¿Qué le parecería don Fernando venirse a cenar algún día con su hermano? Así podríamos charlar tranquilos, sin que nos apure el trabajo, son tan pocas las veces que tenemos un rato libre…
Aquí el cura se sintió en falta. No es que a él le sobrara el tiempo, pero era consciente de que si no había tenido alguna conversación recordable con sus vecinos era porque nunca se lo había propuesto. Tampoco a Don Fernando lo apuraba el trabajo. Tanto él como su hermano mellizo estaban jubilados desde siempre. La idea de invitarlos a cenar tenía un motivo escondido e inconfesable. En realidad, Juan nunca había tenido la oportunidad de ver a ambos hermanos juntos y, como según se decía, eran tan parecidos, “dos gotas de agua, vea” en su mente había ido madurando la sospecha: los mellizos era un solo individuo a veces Fernando, a veces Alejandro. El otro —no tenía por qué dudar de su existencia pretérita— hacía años que permanecía enterrado en el fondo, donde el sobreviviente había plantado aquel palo borracho. “Horrible drama de pasión y celos en humilde barrio de nuestra ciudad” – “Anciano y sagaz sacerdote descubre tragedia entre hermanos” Juan ya veía los encabezamientos. Una vez que imaginó aquel argumento Hitchcockiano, no consiguió descartarlo. Lo que había comenzado como un juego permanecía en el horizonte de lo posible.
—Como no, padre, yo sería muy gustoso, pasa que mi hermano es de salir tan poco, vio...? (sí, sí, por supuesto...) No como el finado Oscarcito, tan alegre que era. ¿Sabe padre? en cualquier momento vamo a tener que cambiar esta estufita, la pantalla está hecha bolsa, está. Tendríamo que poner una de esas de tiro balanceado que le dicen... o algo así. Como la que pusimo en la guardería, vio?
Aquel sábado el mellizo —encorvado y retacón, chueco de aire apaisanado— había venido temprano. Desde entonces estaba tratando de hacer funcionar la vieja estufa de infrarrojo. Hacía habitualmente los pequeños trabajos de mantenimiento de la casa de Juan, en esas ocasiones se hacía llamar Don Fernando, pero alguna vez que se cruzaron en la calle dijo que: “perdone padre yo soy Alejandro”. Juan se quedó sin saber si era así nomás o si lo que pretendía era eludir algún encargo y de paso mantener la fábula que ocultaba el crimen feroz. Lamentó ser tan poco observador y le agregó alguna línea a su argumento —hubiera jurado que la misma camisa se la había visto puesta a Fernando—. Todas las noches después de cenar mantenía el oído atento. Jamás un cruce de palabras entre ellos, jamás sonidos que provinieran de distintas partes de la casa del/los vecino/s...
—Porque el Oscarcito era otra cosa padre. Viera visto. Si era tan alegre... Y no le quiero contar cuando volvió pa` las casas allá por el `49 vio? después de verlo al General, con su traje blanco tan elegante, su moñito y a la señora tan rubia, un ángel mire, con aquel sombrerito gracioso. En la cancha todos la miraban como a una aparición, como a una santa la miraban y aplaudían, miraban y aplaudían, y el Oscarcito feliz como una pascua, imaginesé. (ya empieza con el cuento del hermanito. Pobre Don lo-que-sea, se ve que lo quiso).

Estaba ahora —domingo a la tarde— el padre Juan intentando desentrañar un artículo de teología en su dormitorio-escritorio. Nunca había sido su fuerte la “teología de los teólogos”. Demasiado inventar sutilezas buscando explicar lo inexplicable. Juan aceptaba sin incomodidades el misterio, aunque a veces se reprochaba su ignorancia y trataba de corregirla. Pero la revista era solo un recurso. Había llegado el momento de enfrentar al seminarista Roberto, Ricardo o algo así. Había caído a la mañana por la capilla poco antes de la misa y se ofreció como acólito. Durante toda la ceremonia estuvo Juan estudiándolo y luchando contra sentimientos mezquinos. Era demasiado joven, formal y ceremonioso, dado a amplias y pomposas inclinaciones, genuflexiones y persignaciones siempre en los momentos adecuados y, obviamente, de voz aflautada. Otro beato, pensó satisfecho, pobre competencia. Era alto, flaco y huesudo. La mirada perdida detrás de anteojos gruesos de rata de biblioteca. Y no sabía qué hacer con las manos. Lo vio Juan tan endeble que sintió una especie de compasión maligna basada en un grato sentimiento de invulnerabilidad. Era agradable sentirse seguro por una vez. Especialmente disfrutó elogiando al curita ante los jóvenes que se acercaron para preguntarle quién era “el aparato ése”. Aunque quizá me excedí en los elogios pensó. Los jóvenes tienen un olfato especial para detectar hipócritas magnánimos. Postergó por el momento imprecisos remordimientos, y se dedicó a pensar en otras cosas.
Se lo veía visiblemente nervioso al seminarista. Para evitar un rayo de sol que le daba en la cara —se reflejaba en los anteojos y cada tanto enceguecía también a Juan— y por no atreverse a mover su silla, mantenía la cabeza inclinada en una posición rígida y forzada.
—Hijo, si te parece bien podríamos ir a sentarnos afuera, a la sombra de los árboles. Allá tengo un banco bastante cómodo. A Juan lo conmovió verlo tan inseguro (te comprendo, muchacho; sentados allá esto no te va a parecer un examen) ¿Cómo era tu nombre...?
—Ricardo. Ricardo Montes, padre.
Ya sentados en su banco, y sin la obligación de mirarlo de frente, el seminarista pareció tranquilizarse un poco. Le contó a Juan la historia de su vocación, de sus estudios, de su familia, y de cómo imaginaba su futura actividad en el sacerdocio. Juan escuchaba en silencio, pensativo. Cuando Ricardo terminó su discurso ensayado de pichón tímido, con miedo al cura viejo y mañero, Juan estaba avergonzado.
—Mirá, Ricardo; tené siempre la seguridad de que el Padre está con vos. Está pendiente de vos y orgulloso de vos. Claro, de mí también, a pesar de todo. Porque nos ama, nos quiere inmensamente, y con un amor distinto, especial, a cada uno de nosotros. Y no nos quiere porque seamos buenos ni nos deja de querer cuando hacemos macanas. Nos quiere porque Dios es así. Y nosotros tenemos que ser también así. Por eso, cuando seas cura, mejor ya desde ahora, desde siempre, acordate de aquello de San Agustín “Dios no puede dar menos que a sí mismo”. El cura tampoco. No des solo consejos; date vos mismo. No des solo limosna, date vos entero, vos mismo. Involucrate, no te quedes afuera. Con prudencia, sí; pero que la prudencia no sea el sobrenombre de la comodidad de conciencia. Tenés que tener la paz del que está en la casa del Padre, pero al mismo tiempo tenés que ser disconforme, no tener sosiego, instalate en la paz, no en la comodidad. Siempre con delicadeza, pero vas e tener que luchar contra la mucha superstición que contamina la fe de nuestra gente. Apuntá siempre al centro, a la esencia de todo: al Amor de Dios. Si nos olvidamos del centro, el cristianismo se convierte en una cosa complicadísima, llena de reglas extrañas y sin sentido, una religión solo para iniciados. Y el cristianismo no es para los “iniciados”. Es para los simples, para los que son como niños. Para muchos, el cristianismo a llegado a ser algo así como un catálogo de distintas cábalas y conjuros más o menos eficaces para conseguir lo que yo quiero y no lo que quiere Dios. Todas las devociones son buenas siempre que nos ayuden a conocer y a aceptar y a desear y a amar con alegría la voluntad de Dios. Disculpame el sermoncito, Ricardo... Y disculpame si en algún momento te hice sentir incómodo...


Siguieron hablando un rato más. Juan le contó de Marta e Isabel, las otras habitantes de la casa. Y por un tiempito vas a tener que tener paciencia, Ricardo, porque en el comedor hace bastante frío, gracias a Dios. Es viejo, de paredes gruesas y algo húmedo. Pero estoy viendo de conseguir una estufa nueva, tengo un vecino que ya está en campaña.

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