jueves, 4 de diciembre de 2008

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 10

ABBÁ – LA NOVELA

UNA NOTICIA


—Si lo que te va a dar es una buena noticia, no te hubiera citado a la curia. Yo que vos me preparaba.

Hay que reconocerle a Isabel su claridad. Cuando te tiene que lastimar no titubea. Marta da vuelta los fideos con el tenedor. Callada. Mala señal. Debe opinar lo mismo o hubiera intervenido para decir algo alentador.

Durante el resto de la cena Juan trató de mantener la conversación sin volver al tema del llamado telefónico. A él también le sonó algo desafinado el tono liviano del obispo. Lo había citado para el viernes a la tarde (faltaban para eso cuatro días) con lo que le agregaba formalidad a la reunión. Él sabía bien que el cura de la Sagrada Familia no necesitaba preparar su agenda en forma tan anticipada. Pero ya se vería. El viernes se vería. Por ahora le preocupaba su hermana. Desde su separación se había quedado en la casa parroquial, viviendo con él. Pareció en principio un buen arreglo. Juan no se resignaba a la visión de su hermana envejecida en aquel departamento y rumiando su amargura en soledad. Ya eran demasiadas, y demasiado desgraciadas, las experiencias de depresiones, de hosca melancolía y de fugas hacia adentro en la familia. Pero a veces dudaba. La mudanza de Isabel obligó a Marta a seguir aceptando el mal humor ajeno. Antes Sara, ahora Isabel. Del enquistado y casi fósil de Sara al fresco, agresivo, duro, filoso de su hermana. Isabel parecía seguir prolijamente el camino de su madre. Como ella, en silencio como ella, lo acusaba de algo, de algo indefinido pero siempre presente que los distanciaba. Examinando su conciencia Juan siempre se encontraba con la torpeza y la cortedad que dificultaban su relación con el prójimo. Tal vez sería eso. Aunque el resentimiento de Isabel parecía ser más generalizado, quizá hacia la vida que le había tocado, hacia Dios. Era extraño que ya pareciera no acordarse más del hombre que se le había ido alejando de a poco hasta desaparecer, de aquel cuñado al que Juan no había conseguido querer. Y de eso también se acusaba Juan. Y de tantas otras cosas... Pero ya estaba acercándose peligrosamente a la tentación familiar, que no era la de la culpa, sino más bien del decaimiento, de la inmovilidad pasmada de su madre o de la cobardía de su padre.

—¿Me alcanzás el pan, Marta? —Sabía que dándole la oportunidad de intervenir, Marta rompería con el clima opresivo que había caído sobre la mesa. Era buena, esencialmente buena y simple, y también fuerte. Nunca buscó amargar a su amigo el cura con quejas por los pequeños desplantes cotidianos de la nueva patrona que le había obligado a modificar el orden minucioso de su universo. Por lo menos antes, cuando vivía Sara, ella mandaba en su cocina. La anciana, hasta el momento postrero en que tuvo un instante de lucidez, permaneció ensimismada y senil, revolviendo la caja descolada de cigarros en que escondía sus tesoros, o muda y mirando vigilante el televisor apagado. Pero jamás Marta se la tropezó en la cocina cambiándole de lugar los frascos y mucho menos dándole órdenes y vigilando su trabajo. O limpiando lo que ella ya había limpiado, o probando la comida con mala cara. Antes de la invasión, Marta sabía donde estaba cada cosa, conocía los pequeños recovecos y lugares secretos en que escondía cada lata de conserva, cada condimento, conocía el lugarcito del sacacorchos, de la afiladora de cuchillos, de los cubiertos y de las servilletas. Era ella la que decidía cuándo lavar los repasadores y cuándo sacar la basura. Todo eso era de ella. Ahora no. Ahora estaba esta otra que sin pedirle permiso quería demostrar que era la nueva dueña de lo único que había sido de Marta. Y que para peor además de patrona era la hermana de Juan. Pero no soy yo la que lo voy a entristecer con quejas a Juan, pobre Chiche, que es un santito, más que eso, como mi hijo es.

Fue una cena de pocas palabras. El mismo Juan, que intentó con desgano animar la conversación, se había quedado sin recursos. Salió al patio. Sentado bajo el paraíso trató de imaginar el motivo del llamado de Damonte. Monseñor Sebastián Damonte, obispo. Lo conocía bastante, si es que se puede conocer a la gente. Sobre todo, lo conocía desde hacía mucho tiempo. Lo recordaba de la época del seminario. Juan ya estaba en su último año cuando Sebastián comenzaba teología. Había sido un muchacho pensativo, piadoso y callado con el que Juan no había tenido mucho trato. En aquel tiempo Damonte lo trataba de usted, con respeto, como a un superior. Eso a Juan lo molestó bastante durante un tiempo. Ahora la relación entre ellos era más fluida y el trato respetuoso alternante. En su función de obispo, sólo Damonte tuteaba a Juan; si recordaban alguna anécdota del pasado de estudiantes, ambos lo hacían. Eso al obispo le causaba gracia pero, a pesar de sus sugerencias, nunca consiguió que el cura tuteara al obispo, además de al compañero. Juan lo admiraba. Era bajo, miope y calvo, caminaba siempre algo encorvado y con las manos cruzadas en la espalda, como meditando. Tenía algunas cualidades que a Juan le parecían inalcanzables; en realidad no sabía si considerarlas virtudes o defectos, pero en su función de obispo le servían. Parecía siempre estar dosificando la espontaneidad. Era demasiado cerebral para que Juan pudiera imaginarlo como un amigo y nunca había mostrado algún rasgo de debilidad. Era medido, cauto, diplomático. Sólo en ocasiones había creído ver en su expresión alguna de las dudas o incertidumbres que al cura le eran tan familiares. A pesar de ser varios años mayor que él, Juan sabía que contaba con el obispo, que llegada la ocasión, sabría darle un trato de padre. Y eso era todo lo que el cura esperaba de un superior.

Sentado en el pesado banco, bajo el paraíso siempre rumoroso, dejó Juan sus cavilaciones. Sin notarlo, sin proponérselo, comenzó a analizar los ruidos del silencio. Era su forma de despejar el alma. Aquel suburbio tenía para Juan mil claves sonoras. A esta hora de la noche dominaba el murmullo del aire sobre los árboles, algún remoto fragmento de conversación, ruidos de platos en la cocina de los mellizos (nunca los había oído hablar entre ellos) y como fondo de todo, ladridos de perros vagabundos que, como Juan había descubierto hacía un tiempo, eran los verdaderos dueños del barrio. Siempre pensó que cada hora tiene sus sonidos. Por lo menos aquí. Los actuales se apagarían de a poco. Primero los ruidos de cocina, después las conversaciones, después los reclamos de los perros, por último el viento y el esporádico y fantasmal del tren. Hacia las tres o cuatro de la mañana el silencio sería total, aunque sabía Juan que siempre le era posible en sus insomnios encontrar conversaciones de grillos, pasos felinos, diminutos crujidos de madera... hasta es posible que el silencio absoluto no existiera en realidad o que fuera insoportable. Como la oscuridad absoluta, la fealdad absoluta, la felicidad absoluta. Era el absoluto lo que se hacía inaprensible. Lo absoluto de lo eterno, lo inacabable, lo infinito del espacio. Sin embargo era a lo absoluto a lo que había apostado Juan. La apuesta había sido nada menos que la de toda su vida. Toda a una carta. A la madrugada, al comenzar a adivinarse la madrugada, llegaban los pájaros y el cura sentía que se restauraba la esperanza. Los pájaros, con sus rutinas humildes, pequeñas, intrascendentes, le traían a diario el mensaje paternal del absoluto: Está bien, Juan... así está bien... Entonces Juan despertaba rezando sin proponérselo, con un recuerdo amoroso y algo triste para su padre de aquí abajo que había caído vencido, para su pobre madre que no había sabido disfrutar de nada, para Isabel, para Benjamín, el hermano menor que había elegido irse lejos. Oraba Juan por sus amigos, por su barrio, por el mundo extraviado en la maldad y siempre buscándose en el amor.

Las rodillas doloridas le avisaron que habían pasado dos horas y que hacía frío. La cocina estaba en silencio y la luna alta. Se levantó y tratando de no hacer ruido, entró a la habitación.

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