ABBÁ – LA NOVELA
DE LOS PADRES
Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”. Y el padre les repartió la herencia. A los pocos días el hijo menor reunió todo lo suyo, se fue a un país lejano y allí gastó toda su fortuna llevando una mala vida.
El edificio de la curia no era más que una vieja casa de dos patios recostada contra la catedral. Ni la una ni la otra tenían grandes pretensiones arquitectónicas. Se advertían algunas reparaciones recientes, pero que no ofendían con ostentaciones de riqueza fuera de tono. Las veces en que Juan visitó el lugar siempre experimentó la misma sensación. Era el recuerdo angustiante, vívido en el sentimiento aunque de imágenes borrosas: él con su padre entrando a la casa de la abuela. Olor a tierra húmeda, a ladrillo fresco, a tiempo detenido en la penumbra. Los techos altos y el piso sonoro de madera. Era aquella abuela una anciana de pelo blanco, solo esto recordaba Juan, que mientras lo acariciaba parecía mirar con compasión al hijo. Quizá ya entonces adivinaba su futuro y su final. Siempre asoció aquel recuerdo y aquella casa con el suicidio de su padre y sus propios sentimientos de culpa. Lo recordaba con aquella semisonrisa, la mirada gris y perdida como buscando algo, ensimismado en una soledad de hielo y a la espera del consuelo que nadie intentó darle. No supo Juan nunca qué hubiera podido hacer por su padre ni cuál era el mecanismo que entre ellos actuaba para evitar toda comunicación. Él había sido el hijo mayor, el que debió tratar de acercársele, acompañarlo y conocerlo. En cambio permaneció como un espectador, inmovilizado por su propio miedo a la vida. Quizá debió simplemente actuar. Abrazarlo más con cualquier motivo, mejor aún, sin ningún motivo. Después de lo que pasó, siempre se recriminó su habitual actitud pasiva ante al prójimo, esa prescindente y egoísta que había usado con su padre. Su final trágico trató de ser explicado, como siempre sucede, de forma que no molestara a los vivos. No obstante, Juan nunca se engañó. Cuando se ordenó sacerdote, pidió a Dios con todo el fervor de que fue capaz la gracia de no caer nuevamente en el pecado de indiferencia. Y desde entonces, su devoción excluyente fue la devoción por el Padre.
La secretaria de la curia es una señora silenciosa y prolija. Con su radio a bajo volumen y a veces moviendo los labios como quien reza el rosario, escribe con letra casi dibujada en un grueso libro de tapas negras. Parece que el tiempo no hubiera pasado por su escritorio. Una máquina de escribir vieja, alta y negra es toda la tecnología que usa en su trabajo. Casi parece fuera de lugar el bolígrafo, para la armonía del conjunto hubiera sido preferible una lapicera de pluma y un tintero involcable, como los que recordaba Juan de la escuela primaria. Seguramente hace muchos años que esta señora no se deja impresionar por los curas. Quizá para esto haría falta un cardenal. Con una medida sonrisa atendió al cura viejo y desaliñado y le rogó que esperara en la sala contigua. El señor obispo está en estos momentos ocupado... Juan intentó no recurrir a la paranoia, y su timidez frecuentemente le dictaba argumentos de este tipo. Él mismo a veces debía hacer esperar a algún feligrés. Seguramente no debe tratarse de un método preparado por Sebastián para amansarlo. De ninguna manera. Sin embargo... “Si lo que te va a dar es una buena noticia, no te hubiera citado a la curia” había dicho Isabel. “Piensa mal y acertarás” dice el refrán. Le costó un buen rato acomodar el corazón, dejar de lado los argumentos mezquinos del mundo y aceptar la voluntad de Dios. “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo...” Se sentó en una vieja silla tapizada en cuero. En otra época había sido sólida, ahora sólo era pesada. El respaldo, apoyado en la pared, buscaba algo más de estabilidad. Estaba solo en esa sala. Cada tanto entraba alguien y pasaba al interior por una puerta que cerraba cuidadosamente, o dejaba algo en el escritorio de la secretaria (secretear, secreto) y volvía a salir. ¿Esta señora estaría enterada del secreto motivo de la citación? ¿Le habría comentado tal vez el obispo: “Hoy va a venir un cura viejo de una parroquia pobre y tengo que darle una mala noticia, trate de ser amable con él?” Como respondiendo a este pensamiento, justo en ese momento, la silenciosa señora le dice a Juan:
—Padre, ¿No quiere un cafecito...?
Contuvo el escalofrío y contestó:
—No, muchas gracias... Estoy muy bien. —Que no se crea que tengo miedo de algo, o que estoy incómodo esperando vaya a saber cuánto en esta silla descolada, o que estoy impaciente. (estoy incómodo, tengo miedo, estoy impaciente. Hola inseguridad, hola paranoia.) Para distraerse Juan se levantó y tratando de no perturbar el silencio pesado de la sala comenzó a caminar simulando que examinaba los cuadros que dormían en la semipenumbra. Tardó en identificar las figuras. Eran los antecesores de Sebastián, desde el primero que hubo al crearse la diócesis. Todos sentados, con la espalda erguida, mirando de frente y sin expresión en sus caras pálidas. Importantes y muertos. Vestidos de púrpura, la mano izquierda con el anillo bien visible y cubriendo la derecha (¿de qué otro modo podrían haber estado las manos?) Señor, no me dejes caer en el resentimiento. Recordame siempre que soy tu hijo, que me amás como Vos solo sabés, que no puedo temer a nada...Terminó rezando distraído y en paz, sintiendo las manos del Padre sobre sus hombros.
Ojeaba una revista eclesiástica cuando apareció Sebastián. En su interior Juan agradeció que no lo hubiera mandado llamar por la secretaria y que viniera personalmente, tal vez para que la espera no sea interpretada como una descortesía.
—Disculpame Juan, no pude despegarme de una conversación, no es que fuera muy importante pero..., pasá, vamos al living que esta oscuridad es deprimente.
—Le agradezco monseñor que me lo diga. Yo pensé que eran cosas mías, pero si usted también lo nota...
Lo condujo hasta una sala con dos amplios ventanales sobre el jardín. Mucha luz, aire sin polvo y hasta sonido de pájaros, con estas pequeñas cosas se construyen mis estados de ánimo. La mesa de roble con un primoroso mantelito de hilo y puntilla, un jarrón con flores. Aire de hogar, pero sin chicos. Limpio, ordenado y alegre, alegría plácida, de poca emoción. Apto para leer, meditar y dar malas noticias a los curas viejos de las villas.
—Tomás un café, o preferís té?
—Lo que usted tome, monseñor.
Juan hubiera preferido mate, pero suponía que Sebastián no acostumbraba. Es una lástima, el mate es un buen recurso de acercamiento. Por algo en las telenovelas las chicas buenas toman mate y las malas té. Pero ya era demasiado pretender que el obispo llevara registro de tanto prejuicio.
—Vení, pasemos a la cocina y lo preparamos (nuevo signo, esta vez positivo. Nada tiene tanto aire de intimidad como una charla en la cocina. Bien, Sebastian).
Mientras se calentaba el agua para el té, el obispo se interesó por generalidades de la parroquia. Cómo veía Juan el ambiente de la villa cercana, la actividad de Caritas, de las asociaciones de laicos, de los jóvenes... Le preguntó también por su salud, por Isabel, que noticias tenía del hermano menor que estaba en Estados Unidos... ¿Benjamín se llamaba? El obispo estaba bien al tanto de la circunstancia familiar de Juan. Lo había visitado cuando falleció Sara y sobre todo, aunque no era un tema que se mencionara, conocía la triste historia del suicidio del padre poco antes de que Juan comenzara el seminario. Tanto trato cariñoso estuvo a punto de despertar su desconfianza “... si lo que te va a dar es una buena noticia...” pero con todo gusto se dejó acariciar por las buenas maneras ¿las malas artes? del obispo que lo trataba sin apuro, como a un viejo condiscípulo con el que hacía tiempo no conversaba. No sabía Juan si prefería que Sebastián llegara de una buena vez al motivo de la citación o bien continuara con esa charla ligera que lo halagaba. Sebastián podía ser franco y directo si convenía o sutil como un cortesano. Se mostraba tan cómodo en ambientes humildes como en el más elegante y exclusivo de los salones. Era aplomado y nunca elevaba la voz. Para Juan reservaba siempre un trato a la vez considerado y paternal, con algo del respeto de la época del seminario.
—¿Qué opinás de los curas jóvenes? Se encendió una alarma en el ánimo de Juan. La pregunta estaba algo fuera de contexto y hablar de “curas jóvenes” aludía sin margen de dudas a “curas viejos”, por lo menos así le pareció al viejo hipersensible al que se dirigió la pregunta. Estaban caminando por el jardín, prolijo como el escritorio de la secretaria y el comedor del obispo. Después de unos instantes que se tomó para no dar un paso en falso, Juan arriesgó con cautela:
—Y... supongo que debe haber de todo, siempre fue así. No creo que el hecho de ser joven sirva por sí solo para caracterizar a nadie... —No dijo lo más importante, por supuesto. Los jóvenes le daban miedo. No creía entenderlos ni conocerlos. En muchos casos, lo poco que conocía de los jóvenes no le gustaba. Sabía sin embargo que aquello de “Todo tiempo pasado... etc.” era un recurso gastado y falso, que a él le servía en ocasiones para justificar su miedo al cambio. Y que este miedo era una característica de su edad. El obispo parecía titubear.
—Y... ¿Qué dirías de tener en tu parroquia un seminarista para que te ayude? Sería uno al que le faltan pocos meses para ordenarse. Si vos lo aceptaras me harías un favor... podrías darle algún entrenamiento para la vida parroquial.
En ese momento supo Juan que era precisamente a eso a lo que había estado temiendo. Un cura nuevito para observarlo y juzgarlo. Con toda la malicia de un joven que gozaría desplazándolo, con sus métodos modernos, su dinámica de grupo, con su guitarra y su teología probablemente sospechosa. Pero también sabía que todo eso tenía otros nombres: celos, inmadurez, inseguridad. Y Juan se conocía bastante como para saber dónde le apretaba el zapato. De reojo miró a la cara del viejo Dios, le agradeció mentalmente el que siempre estuviera a mano para no permitirle ser tan mezquino y tal vez para servirle en algo al amigo obispo y al espero-que-nuevo-amigo curita.
Mientras caminaban por los senderos de polvo de ladrillo, el diálogo se encaminó hacia la organización actual del seminario, de la gente que lo tenía a su cargo y de la que estuvo en sus tiempos de estudiante. Juan se sentía extrañamente aliviado. Sebastián lo escuchaba, le hablaba con confianza, le llegó incluso a pedir su opinión sobre algún tema delicado. A pesar de haberse confirmado sus temores ocultos, la gentileza y sinceridad de Sebastián le devolvieron el optimismo y la paz. Era consciente de que el obispo empleaba con él sus mejores artes de seducción. No obstante ello, le agradeció la delicadeza en el trato. Y tomó nota de la forma en que la caridad en algunas circunstancias puede manifestarse como mera buena educación. Con el segundo té, esta vez con algunas galletitas, la charla se hizo más liviana. Al elogiar el arreglo minucioso del jardín, Juan se permitió comentar:
—¿Cómo se ve que sos soltero...!
—¿Qué me querés decir? —replicó alarmado Sebastián.
—Quedate tranquilo, monseñor, yo también sigo soltero... —rió Juan—. Pero ¿sabés? Por mi trabajo yo entro en muchas casas y veo cómo quedan los jardines cuando la vida les pasa por encima... Me refiero a los chicos y a su pelota y a su perro y a su vitalidad.
Las plantas las cuidaba un jardinero que Sebastián había heredado del obispo anterior, el polvo de ladrillos lo conseguía a través de un amigo de la infancia que tenía corralón de materiales y que cada tanto le dejaba unas bolsas. Siguió el obispo hablando de sus otros amigos del pueblo, de la familia, en un monólogo pensativo recordó al padre, íntegramente dedicado a acumular dinero y a su madre resignada y con una religiosidad elemental hecha de soledad, triduos y novenas y consagrada al hijo único, el seminarista.
—Ya ves, Juan. A cada uno de nosotros nos toca fabricar una imagen de Dios Padre (Padre-Madre) y para eso contamos con materiales pobres y escasos. De poco nos sirve la teología, en todo caso sólo para completar el cuadro. Las parábolas de Jesús nos ayudan un poco más, pero quizá lo que nos dieron y también lo que nos negaron nuestros propios padres humanos, es lo que hace que el Padre Eterno sea para cada uno de nosotros algo propio, íntimo, algo que por ser personal y entrañable podremos llevar a los otros hermanos que no lo conocieron.
Juan supo que el tema del padre lo trajo el obispo para su beneficio. Con toda su delicadeza, mencionando falencias de su propia familia, buscó ayudar a Juan. Siempre lo había considerado como un niño bueno envejecido por los años, pero retenido en la infancia por el dolor del padre ausente.
Cuando se despidieron, Juan no encontró las palabras para agradecer las dos largas horas pasadas y la delicada ternura de Sebastián. No se animó a abrazarlo. Resistió también el impulso de besarle el anillo de rodillas, a la vieja usanza. Inclinándose ligeramente y bajando los ojos, apenas atinó a musitar: “Gracias, padre”.
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