PARABOLA DE LOS AMIGOS
I) (1995)
- ¡Chiche, venga para acá! La anciana de escaso pelo blanco reclamaba impaciente la presencia de Chiche. Encogida en su silla de ruedas, los ojitos oscuros, inquietos y mezquinos y sus manos aferrando la pañoleta de color indefinido que la acompañaba a todos lados, esperó la presencia de su hijo, el R.P. Juan Ordoñez, párroco de La Sagrada Familia.
–Si, mamá. ¿Que necesitás?
–Tráigame la caja que quiero mirar una cosa. Tome las llaves...
Mientras el hijo abre el antiguo escritorio de roble con tapa corrediza, Sara lo vigila. Hacía ya años que el Padre Juan había renunciado a convencerla de que el mejor lugar para ese escritorio era la biblioteca, mucho más amplia que el atestado dormitorio. Ella quería tenerlo al alcance de la vista, como también al costurero que no usaba desde tiempo inmemorial o a la estatuilla de bronce del Quijote o a las porcelanas con figuras de pastores, bailarinas y príncipes de facciones aniñadas. Y como a su hijo mayor, el cura arrugado de escasos cabellos grises siempre descuidados, que obediente como un niño viejo, seguía sus caprichos.
Después de varios intentos, Juan pudo hacer girar la llave del cajón profundo (de frente simulaba ser dos) y extraer de él la vieja caja de cigarros. Procurando que su madre le viera las manos en todo momento, llevó la caja hasta la silla y la depositó en su regazo. Sara la tapó inmediatamente con la pañoleta.
–Ahora cierre las cortinas y déjeme sola... Juan salió de la habitación, cerró la puerta con suavidad y volvió a su despacho. Intentó concentrarse nuevamente; había interrumpido la preparación del sermón. Siempre lo agobiaba ver a su madre, arrinconada en una soledad sin memoria y llena de objetos. La recordaba joven y fuerte haciéndose cargo de la familia y de todas las deudas que quedaron después de la muerte de su padre. Siendo joven admiró la fortaleza de su carácter y la tozudez de sus decisiones. Después supo que precisamente ésa era su debilidad. El había estado a punto de abandonar el seminario para ayudarla; su madre se negó en forma terminante y Juan nunca supo si lo hacía por él o por no querer compartir el mando. A Juan siempre le había costado quererla. Sara rechazaba toda ternura para refugiarse detrás de una máscara hosca y hermética. Ahora, con casi noventa años, había encontrado en la senilidad un buen pretexto para su resentimiento. De los tres hijos era a Juan a quien correspondía cuidarla. Isabel estaba casada, y aunque vivía sola con su marido, las cosas en el matrimonio no aceptaban un trastorno adicional como el que significaba la anciana. Benjamín ya hacía muchos años que vivía en USA, se había casado con una centroamericana, tenía dos hijos y pocas posibilidades de visitarlos. Juan se carteaba frecuentemente con su hermano menor para quien había sido el padre que le faltó en plena adolescencia.
“El se cree que no me doy cuenta, pero sé muy bien que varias veces aprovechó para robarme cuando yo estaba en el baño. Pero ahora lo embromé y cada vez que cuento la plata, anoto la cantidad en un papelito que tengo escondido en el bolsillo. El piensa que con el invento ése de que es mi hijo va a conseguir que me descuide. ¡Mi hijo...! Se cree que estoy loca y que va a conseguir hacerme creer cualquier cosa, pero yo sé bien para qué lado juega. No van a conseguir quitarme lo que es mío ni él, ni la carcelera, ni la otra perdida que manda cada tanto con regalitos para entretenerme..."
A la luz escasa del velador, Sara contaba su pobre fortuna de billetes de denominaciones vencidas, analizaba y clasificaba cuidadosamente las viejas boletas de depósito bancario y las pocas joyas y chucherías que había amontonado en una vida. No guardaba memoria de la juventud, de su amor árido por aquel hombre ingenuo e inconstante que finalmente le falló abandonando la vida por su voluntad, incapaz de sobrellevar la miseria. Todo aquello ya no existía; sólo tenían valor los objetos concretos y confiables que escondía en una caja de cigarros. Los únicos que eran verdaderamente suyos, los únicos que la mantenían unida a un mundo oscuro habitado sólo por amenazantes fantasmas esquivos.
La Parroquia de la Sagrada Familia era una de las tantas que desde hacía pocos años había dejado de ser una humilde Capilla de un humilde barrio de un humilde suburbio de Buenos Aires. En su momento no le había sido fácil al Obispo encontrar quien aceptara de buena gana hacerse cargo de la nueva Parroquia. Optó finalmente por el padre Juan. No tanto por sus especiales cualidades (el Obispo lo consideraba de carácter más bien débil y de no muchas luces como para encarar la pastoral en un barrio difícil) sino porque fue el único que la pidió. El padre Ordoñez encontró que en la vieja casa donde funcionaba el despacho parroquial había lugar para su madre anciana, para Marta, la cocinera-mucama-secretaria que lo acompañaba desde hacía veinte años en todos sus destinos y un terreno con árboles y lugar de sobra donde plantar un jardín y tomar mate. Juan había encontrado que con alguna gente la confesión funcionaba mejor con un mate de por medio. De paso, el mate le hacía sentir una especie de amistad. A esa altura de su vida, Juan ya se había resignado a la soledad. En alguna época (fue veinte años atrás, pero cuando pensaba en aquello todavía sentía un vuelco en el corazón) se había revelado contra la soledad; había estado a punto de sacrificar su vocación, su autoestima, quizá hasta su Dios para no seguir sintiéndose solo. Ahora, ya no. Recordaba con ternura aquellos meses y le agradecía a Dios el que le hubiera mostrado que aún tenía un corazón. Que no hubiera permitido que la soledad se lo endureciera sin remedio.
El padre Juan ya tenía claro el sentido de su sermón del domingo. Aprovechando que la tarde de primavera estaba soleada y fresca, salió al jardín con su termo y se sentó en el banco que los feligreses de su parroquia anterior le habían regalado al despedirlo. "Para que pueda tomar mate bajo algún árbol, Padre..." había dicho don Joaquín mitad en broma, mitad en serio cuando se lo entregó en nombre de
todos. El regalo demostró no sólo que lo querían sino también que lo conocían. Tanto don Joaquín como casi todos los que estaban en esa despedida habían conversado alguna vez con él tomando mate bajo un árbol. Como habían sospechado aquellos amigos, el padre Juan en cuanto llegó a su nuevo hogar, instaló el banco de hierro y tablones de madera dura contra el tronco de un paraíso que con sus ramas cubría la casa antigua con techo de chapas y gruesas paredes de ladrillos unidos con barro. La sombra del árbol que daba frescura a la casa durante el verano, se extendía a una buena parte del terreno en el que el padre Juan sembraba algunos tomates, lechugas y cebollas como había aprendido de su padre en la infancia.
Al lado de la casa los vecinos habían levantado la capilla cuyo primer párroco era Juan y que las señoras "del Apostolado" mantenían escrupulosamente limpia. Sin previa declaración de hostilidades y en una descarada competencia con Marta por la aprobación del cura, estas señoras habían demarcado perfectamente los territorios y con su actitud dejado en claro que la vieja mucama sólo podía entrar en la capilla como una feligresa más; nunca con la pretensión de limpiar nada. Pero no podían impedir que cada ingreso de Marta al templo incluyera una detenida inspección. Si notaba que las del "Apostolado" —"esas beatas" las llamaba— la observaban, Marta aprovechaba para pasar ostensiblemente el dedo por todas las superficies cercanas y después mirarlo con desagrado. Esta tarea la distraía un poco de sus devociones, pero Marta entendía que había tiempo para todo. Ella llevaba muchos años con Juan, era la única mujer que lo tuteaba, y no iba a permitir que unas recién llegadas pretendieran atenderlo mejor que ella.
Las inocentes rivalidades de las ancianas halagaban y enternecían a Juan. Distraído como estaba pensando en esas cosas, tuvo un sobresalto cuando Marta, que se había acercado en silencio, le tocó el hombro.
–Eh, Padre...! ¿estás dormido...? –
–Marta, me asustaste...! ¿Que es lo que pasa?
–Te decía que cuando estabas afuera te llamaron por teléfono. Era un tal Doctor Pedro Suarez; dijo que era amigo tuyo de la infancia y que necesitaba hablarte por un asunto muy importante. Te va a volver a llamar a eso de las diez de la noche. Si te interesa mi opinión, me pareció bastante antipático tu amigo. (no era a Marta a quien un potencial rival iba a encontrar descuidada)
–Pedro...! Muchas gracias Marta. Avisame cuando llame.
En la cocina, Marta siguió manipulando sus ollas mientras mascullaba palabras ininteligibles. Juan la acompañó; cambió la yerba del mate y volvió para sentarse en el banco bajo el paraíso. Con el pensamiento vagaba por la historia de su vieja amistad con Pedro. Recordaba aquel campamento de hacía más de cuarenta años; en especial la excursión por el Tronador en que sentados en troncos ante el fuego tuvieron una larga conversación de adolescentes. El tema de la vida, de la muerte, de la vocación... ¡Cómo olvidarlo...! Sabía de la brillante carrera de su amigo, de sus años de estudios en Inglaterra, su casamiento con aquella novia de la infancia, su cátedra universitaria... Sabía también que se lo mencionaba como candidato para ocupar un lugar en la Academia Nacional de Medicina. Siempre había admirado a Pedro y hasta sentido algo de envidia por su brillante inteligencia.
La tarde caía lenta y mansa sobre el barrio. En la copa del paraíso los zorzales ya estaban terminando su sesión de canto vespertino.
II) (1950)
Hacía ya casi veinte minutos que habían bajado de los caballos y comenzado a subir con paso lento y monótono la última parte de la picada. Faltaba, según los cálculos de Pedro, otra media hora para alcanzar el "Paso de las Nubes". El paisano rubio, casi un muchacho, montado en el más brioso de los tres animales, los había despedido con un "Buena suerte...!" y sin mayores trámites había emprendido el regreso hacia Pampa Linda. El "Pinto" y el "Tigre" lo seguían con las energías renovadas por el regreso al corral. El tramo recorrido desde la mañana había sido excitante y distinto a todo lo conocido hasta entonces. Por lo pronto, en esta excursión habían tenido que montar a caballo —ninguno de los dos amigos tenía experiencia en el tema— y avanzar por un sendero serpenteante cruzando mallines donde los animales se hundían hasta los ijares, arroyos de lecho pedregoso, bosques llanos y subidas empinadas. Habían sido cuatro horas de tratar de mantenerse sobre la montura de unas bestias que elegían el camino en forma inconsulta y sin considerar en ningún momento que llevaban jinetes sobre sus lomos. Que frenaban o emprendían súbitamente el trote sin aviso previo. Sacudidos en todas direcciones, con los músculos doloridos y las mochilas golpeando sus espaldas, llegaron por fin al pequeño claro en el cual debían dejar los caballos. La subida a pie significaba casi un descanso después de lo anterior.
Al llegar al borde del filo que del monte Tronador salía hacia el este, se encontraron casi de improviso ante un panorama sobrecogedor. A la izquierda, imponente y luminoso; con sus innumerables grietas celestes, caídas de agua y periódicos desmoronamientos de hielo (primero se veían, varios segundos después se oía el estruendo) el triángulo del glaciar. Apoyado en la altura, señalaba con su extremo inferior el nacimiento del arroyo Frías. Los distintos hilos de agua que se unían en la profundidad del valle, terminaban discurriendo un zig zag cada vez más lejano hasta que, donde ya se perdía la vista, se adivinaba en el montañoso horizonte del norte la laguna pequeña y circular. Partiendo de la margen derecha del arroyo Frías se elevaba una ladera boscosa que los amigos se proponían recorrer para llegar a la laguna, final de la prolongada caminata. Después, y tratando de confundirse con los turistas viajarían en lancha. Pero ése era el plan para el día siguiente; todavía faltaba llegar al fondo del valle y encontrar un lugar plano donde instalar la carpa.
En el apuro por llegar, varias veces tropezaron y estuvieron a punto de rodar entre las piedras y los arbustos de la bajada. En algún momento perdieron el sendero para reencontrarlo rato después, cada vez más llano y cruzando zonas de bosque y pequeños hilos de agua. Finalmente, después de una última parte vadeando arroyos caudalosos y haciendo equilibrio sobre piedras redondas y resbaladizas llegaron a un claro con marcas de fogones anteriores. Cruzando pocos metros de un cañaveral se llegaba a un brazo del arroyo; el follaje de los árboles no conseguía ocultar el majestuoso glaciar tras el que ya caía el sol. El bosque era en esa parte alto y abierto, con leña abundante y suelo despejado. Los amigos dejaron las mochilas y armaron el campamento.
–Yo voy prendiendo el fuego. Si querés, aprovechá vos para lavarte. Chiche era el que se encargaba de cocinar y de administrar las provisiones. Pedro, que había estado recorriendo esos lugares hacía un año, oficiaba de guía. Estas funciones fueron asumidas por ambos en forma espontánea y sin necesidad de deliberación alguna. Cuando Pedro volvió del arroyo, bañado y cambiado (se habían estado escuchando sus alaridos al meterse en el agua helada) se quedó cuidando el fuego en el que se calentaba el agua. Era el turno de Chiche.
Ya era casi de noche y habían terminado la comida. Alumbrados por la luz vacilante del fogón y con el bosque en un silencio casi total, los amigos se demoraban en la charla. Se comentaron las anécdotas de la marcha y los accidentes del día pasado en la montaña. Y poco a poco, la mirada atrapada por las llamas y con el alma al abrigo del bosque, la conversación fue derivando a los temas que sólo en raras ocasiones se mencionan. Y sólo con un amigo. Con el crepitar del fuego y el tronar remoto y misterioso del glaciar como fondo, fueron pasando revista a sus vidas y proyectos. Pedro había ya terminado su primer año de Medicina. Con la pasión de siempre imaginaba un futuro fascinante hecho de descubrimientos espectaculares que salvaban vidas y le ganaban la admiración y la gratitud de la sociedad. Quería trasmitir su entusiasmo por la medicina a Juan, indeciso y desorientado. Una vez recibidos podrían organizar una Clínica o mejor, un Hospital Privado, donde serían atendidos gratuitamente los pobres con los fondos de una Fundación que se podría crear...etc.etc. Juan aceptaba con ingenuidad los sueños de su amigo como realidades futuras. El no tenía tan claras las cosas. Había terminado junto con Pedro el secundario. Durante esos años habían sido condiscípulos y compañeros en grupos parroquiales, siempre liderados por Pedro, imaginativo, alegre y audaz. Terminado el secundario, debió crecer de golpe. Los problemas económicos de la familia lo obligaron a aceptar un empleo de cadete en una empresa. Sin un futuro heroico ni de ningún tipo que imaginar. Sin planes, aunque con la conciencia clara de que no podía seguir así indefinidamente.
–¿Sabés que pasa Pedro? A veces pienso que estoy vivo, pero que ni yo ni nadie se da cuenta. A veces, viejo, siento que estoy en el aire, sin caerme pero también sin paracaídas. A la fuerza tengo que ayudar en casa (vos sabés como quedó todo con lo de mi viejo) pero no creo que esta sea la vida que Dios pensó para mí. ¿Viste esos colibríes que encontramos en la bajada del filo? Con qué concentración trabajaban, que lindos que eran. Y que felices. ¿Sabés por qué? Porque estaban en su lugar. Su lugar, ¿entendés? Estaban haciendo bien, a conciencia, exactamente lo que Dios quiere que hagan. Eso quisiera yo Pedro. Pienso que eso me haría sentir seguro, pisando tierra firme. Tal vez así podría tener tu pasión, tu fuerza. Por ahora, no sé. Tendré que esperar. Pedro escuchaba concentrado. Su entusiasmo desbordante muchas veces no lo dejaba escuchar. Ése era su defecto. Pero aquella noche con ese amigo y en ese lugar, no le resultaba difícil escuchar y comprender.
Ya la luna estaba alta. Pedro abrió su mochila y a la luz de la linterna sacó una petaca forrada en cuero.
–Bueno, hermano, basta de tristeza. Ahora nos mandamos al buche un buen trago de ginebra. De noche se ve todo negro, así que no vale la pena seguir con la marcha fúnebre. Después de un buen apoliyo, y de mañanita, todo va a estar más claro. Te digo más, te vas a sentir como un colibrí. Junto con la broma y la palmada en la espalda le pasó la petaca por sobre las brazas agonizantes del fogón.
III) (1995)
Pedro había llamado. Le preguntó a Juan cuando podía verlo para hablar personalmente. Su voz sonaba grave, demasiado formal. Conociendo su vitalidad contagiosa, Juan hubiera esperado otro tono de voz, otra forma de decir las trivialidades de rigor. Pero como el recibir confesiones durante tantos años le habían desarrollado una fina sensibilidad para detectar angustias, tensiones y culpas, Juan supo que su amigo tenía una herida profunda que él debía encontrar y aliviar.
–Juan, llegó el doctor ese amigo tuyo. El sí que no tiene problemas. Fijate el auto que trajo tu amiguito. El coraje de meterse en el barrio... Marta siguió mascullando sus críticas mientras volvía a la cocina. Habían terminado de cenar; le faltaba lavar los platos y acostar a "la abuela" como la llamaba a Sara, que inclinada hacia adelante desde su silla, miraba la televisión con el ceño fruncido.
Chiche abrió la puerta de la secretaría donde lo esperaba Pedro. Tuvo que encender todas las luces para hacer menos opresivo el lugar, siempre húmedo y con olor a moho, a encierro y a papeles viejos. Hacía muchos años que no se encontraban; probablemente desde que Pedro se casó, al regresar de sus años de posgrado en Londres. Durante todo este tiempo sólo se habían hablado alguna vez por teléfono y prometido visitas que invariablemente se postergaban. Juan no estaba muy seguro de conservar algo en común con ese amigo de la adolescencia que ahora lo necesitaba. Es bueno saberse útil pensaba Juan, aunque sólo sea de vez en cuando. Se saludaron buscando el antiguo sentimiento, pero ambos encontraron que sobreactuaban su papel. Pedro estaba tan cambiado como era de imaginar; siendo de la misma edad de Juan, su aspecto de hombre acostumbrado a mandar, distinguido y seguro de sí mismo, lo hacía parecer bastante menor. Algo avergonzado por la humildad del lugar, Juan lo invitó a sentarse.
–¿Cómo te va viejo...? ¿Qué es de tu vida ? (el tono era deliberadamente neutro. Debía esperar que Pedro pusiera la conversación en el plano que necesitaba. Incómodo, notó que sonaba como el conocido: "¿Cuánto hace que no se confiesa?") Aparentemente, la sensibilidad de Pedro estaba en otro lado, ya que no pareció notar nada.
Antes que nada Chiche, te tengo que avisar que falleció Ruth, mi mujer... Juan le apoyó su mano sobre el brazo mientras murmuraba un pésame. Apenas la había conocido durante la fiesta de casamiento y de eso hacía ya mucho tiempo, pero los había visto muy enamorados. La recordaba rubia, menudita y sonriente, llorando feliz mientras entraba del brazo de su padre en aquella iglesia elegante. Pedro había quedado pensativo, mirando la tabla del viejo escritorio. Siguió hablando con una voz sin inflexiones.
–¿Sabés Juan? No pudimos tener hijos, estuvimos solos toda la vida. Yo la quise mucho y siempre le fui fiel. Pero nunca la tuve en cuenta ¿sabés? Nunca la valoré. ¿Te acordás de aquella conversación en el ventisquero Frías...? Pedro lo miró con los ojos húmedos. Juan asintió con una sonrisa palmeándole el brazo. Empezó a tener una sensación que ya no lo abandonó. El tiempo no había pasado. Iban a continuar la charla comenzada un montón de años atrás, mirando el fuego en un bosque del Tronador. En ese hombre mayor, en ese hombre importante, profesor, futuro académico, volvió a ver al amigo y confidente de aquella época hermosa y triste. También volvió a sentir el dolor de no haber podido ayudar a su padre, aquel hombre tan bueno y tan débil... También sintió Juan que así como Pedro lo necesitaba en esos momentos, él también lo necesitaba. Porque eran amigos. Lo seguían siendo a pesar del tiempo, de sus vidas tan distintas. Pensó en ese momento que quizá fuera mejor salir de esa fea oficina. La noche estaba tibia y limpia.
–Pedrito, ¿tomás mate...? Si querés seguimos charlando en el jardín; ¿Qué te parece ? Juan recurrió al recurso que conocía.
–No, hermano, el mate me cae mal. Pero sí me gustaría seguir conversando afuera...
–Durante dos horas Pedro estuvo hablando. Miraba la oscuridad y cada tanto a su amigo mientras jugaba con las ramitas del paraíso que recogía del piso. Le contó de su carrera académica, de sus premios y doctorados "honoris causa" sólo que lo hacía como enumerando sus pecados.
–Yo tuve muchos ideales, Juan. Eran ideales en serio. Hubiera dado todo por aquel Hospital, por aquella Fundación que quería hacer, te acordás...? Ya lo sé, eran los sueños tontos de un chico que no tenía noción de como son las cosas. Pero tampoco conocía mi propia estupidez, Juan. Todos esos ideales terminaron siendo un pretexto patético. Todas mis publicaciones, mis trabajos y títulos sólo sirvieron para engordar mi estúpido ego, Juan. Y mientras tanto, Ruth me acompañaba... (la voz se le quebró y el Profesor Pedro Suarez pudo por fin volver a llorar).
El Padre Juan estaba conmovido. El amigo que siempre le había transmitido confianza y solidez, ahora también le regalaba su humanidad.
–Pedro, ya que no querés mate, no tomarías un poco de vino? Si es que te animás con el vino de misa; es el único que tengo... Vos sabés, es un poco dulce... Pedro asintió agradecido de quedarse unos momentos solo. No estaba acostumbrado a esto.
Cuando el Padre Juan volvió con la botella y los vasos traía también una sonrisa.
–Esta te la debía. ¿Te acordás de la petaca de ginebra del arroyo Frías? Aquella vez me vino muy bien, sabés...? Vamos a ver si el vino de misa también nos ayuda ahora... Después de llenar los vasos, apoyó la botella en el suelo.
–Ruth me acompañaba lo mejor que podía, pero siempre vio claro que me estaba equivocando. Y no encontraba la forma de decírmelo. Después de probar el vino, Pedro continuaba con su confesión. Ella era una chica muy simple, Sabías? era muy ingenua, nunca se sintió a gusto en esas reuniones donde todo era apariencia y búsqueda de relaciones convenientes... Ella no sabía como decírmelo. Me admiraba, me veía tan seguro que debe haber pensado que era ella la equivocada. Que era yo el que conocía las reglas, la forma de alcanzar aquellos ideales. Pedro se pasó lentamente la mano por el rostro cansado y respiró hondo; buscaba serenarse para terminar. El silencio de la noche se había hecho más quieto, como esperando... Juan no quiso interrumpir. Cualquier cosa que pudiera decir le sonaba fuera de lugar.
–Tuvo una enfermedad corta, pero estoy seguro que supo de su gravedad. Y al final encontró la forma de hacerme ver, de despertarme... una forma ingenua, como era ella. Mirá: (Pedro sacó del bolsillo de su saco un estetoscopio y se lo alcanzó a Juan). Pocos días antes de morir me regaló este estetoscopio. Es uno vulgar, de estudiante; yo tengo varios de mejor calidad. Pero ella qué podía saber de estas cosas... (parecía disculparla ante su amigo). Cuando me lo regaló no pudo encontrar un pretexto, me lo regaló nomás. Pero le agregó una nota que decía más o menos esto: "Para que sigas ayudando a aliviar el dolor". Ella estaba conociendo el dolor... ¿Sabés cuánto tiempo hace que no pienso en un enfermo? No sabés que fácil es olvidarse del enfermo... lo que se nos pide es tan simple... Juan volvía a ser Chiche, el que escuchaba con respeto al viejo amigo que en esos momentos lo estaba aconsejando a él. No encontró otra cosa que hacer sino volver a servir el vino mientras rezaba mentalmente. En esos momentos un tren pasaba, lejano y solitario, anunciando un silencio más profundo.
–Yo estoy bastante alejado de Dios, ¿Sabés Juan? Pero quiero seguir creyendo. Quisiera tener la fuerza de tu fe, quisiera que Ruth sepa que entendí su nota, que el suyo fue el mejor regalo...
–Juan musitó, casi con vergüenza, mientras ponía la mano sobre el hombro del penitente: Dios lo sabe, Pedro. Dios lo sabe todo... Y sabe que somos hermanos. Vos y yo, y Ruth, y todos... Y cuando uno tiene hermanos, es fácil creer que hay un Padre, ¿No es cierto?
Finalmente, Pedro se fue. Después de que se dieron un abrazo estrecho como hacía muchos años no daban a nadie, Juan le pidió: Avisame por favor cuando te nombren en la Academia. Me gustaría mucho ir a aplaudirte. Tengo un traje flamante, sin estrenar, y sería una buena ocasión... Se fue en su coche lujoso y fuera de lugar en ese barrio. El Padre Juan no pudo acostarse enseguida. Estaba algo mareado por el vino que sirvió para acercarlo al amigo que sufría. Abrió la puerta de la capilla y obedeciendo a un impulso, se sentó a un costado del altar y en el suelo, como los chicos.
IV) (1995)
No podía volver a su piso, demasiado grande y vacío. Sin darse casi cuenta, llegó al Hospital. Allí estaba la Cátedra, que durante años había estado convirtiendo en un triste pedestal. Un pedestal sin belleza, ocupado sólo por él, posando en actitud solemne y frío como la piedra. No fue a su despacho colmado de diplomas desbordando importancia y a los que ahora no encontraba sentido (en otro tiempo, mientras elegía donde colgarlos, había acariciado voluptuosamente los paneles de madera y disfrutado de la suavidad muelle de la alfombra de ese lugar). Fue en cambio a la salita de los residentes. Golpeó la puerta temiendo no ser bien recibido; quizá ni siquiera reconocido. En los años que llevaba al frente del Servicio, siempre los había mantenido distantes. Ellos tenían su Jefe, su Instructor, su Jefe de Clínica... el Profesor no tenía nada que hacer con ellos. Esa noche, en cambio, sólo quería volver a sentir la compañía y la inocencia de esos muchachos que convivían con los enfermos.
Entreabrieron la puerta y se asomó apenas una cabeza rubia: Si... ¿Que deseaba...? Antes de que Pedro pudiera pensar en como presentarse, el residente lo había reconocido. Con mezcla de asombro y temor, abrió la puerta y lo invitó a pasar. ¡Profesor...! Pase...pase. Disculpe el desorden... (mientras, trataba de disimular una caja con restos de pizza y de limpiar la mesa sucia y llena de papeles). Se presento como Marcos Morana, residente de segundo año. Era de la altura de Pedro, de cara redonda y ojos claros. Estaba vestido con un ambo verde, arrugado y ordinario con las
iniciales del Hospital marcadas con tinta de sello en el pecho. Había en la salita otro residente joven y con expresión de pánico, alto y muy delgado. En la cabeza rapada
sobresalían unas orejas demasiado grandes (en una llevaba un arito; condicionado por sus viejos esquemas, Pedro debió contener el gesto de reprobación). También se presentó: Bernabé no-se-cuanto (el susto no le dejó articular bien su apellido) residente de primer año.
Pedro se sentó en una silla.
–Discúlpenme muchachos, pero estoy algo cansado... ¿Estaban ocupados ?
–No Profesor, de ninguna manera. ¿Le gustaría un café...? Marcos tomó la palabra. Siendo el más antiguo, debía afrontar la situación. Bernabé lo miró angustiado.
–No tenemos café, Marcos. Se acabó esta tarde.
Pedro alzó la mano, sonriendo. –Por favor, no se hagan problemas...¿Tienen mate ? Con resignación imaginó la acidez que tendría en una hora. Pero valía la pena. Mientras Bernabé ponía a calentar el agua y preparaba el mate, Pedro ojeaba el libro abierto sobre la mesa. A él, que había escrito uno de sus capítulos, nunca le conformó ese texto.
–¿Estaban leyendo algo...?"
Mientras tomaban mate, Pedro les explicó algunos de los puntos difíciles del tema que estudiaban. Con paciencia y sin ahorro de tiempo pidió un papel y dibujó esquemas, cuadros sinópticos, y hasta contradijo algunas de las afirmaciones del autor. "Pero esto no digan que me lo escucharon a mí..." agregaba con una sonrisa.
Cuando sonó el teléfono, Bernabé atendió enseguida:
–Si...? Está bien, ya vamos para allá.
–¿Que pasa? preguntó Marcos.
–Parece que el enfermo de la cama 10 está muy dolorido y piden que lo veamos.
–Permiso Profesor, dijo Marcos. Enseguida vuelvo... es un viejito español con neo de páncreas. Es inoperable y no le queda mucho... Bernabé, vos quedate y seguí con el mate.
–Doctor Morana, ¿Lo puedo acompañar...? El temor de que su presencia fuera interpretada por Marcos como una supervisión, hizo que la voz de Pedro sonara demasiado humilde.
–Profesor, el Servicio es suyo. Siéntase en su casa.. (Marcos sonreía. Había aceptado rápidamente la confianza del Jefe)
Nunca le habían parecido a Pedro tan anchos los pasillos del Hospital como aquella madrugada. Los pasos del residente y del Profesor sonaban, huecos, en la semioscuridad aséptica y solitaria. La risa de alguna enfermera nocturna mezclada con lejanos sonidos metálicos rebotando en las paredes, le recordaron que para muchos ése era su lugar, familiar y cotidiano.
–El anciano recibió agradecido la visita de "Los Doctores". Pedro permaneció en un segundo plano mientras Marcos, después de cruzar unas palabras con el paciente, le daba instrucciones a la enfermera. Después Pedro se sumó al grupo; cuando estaban por retirarse, se acercó al enfermo. Sentado en el borde de la cama ojeó la historia, le tomó el pulso, lo auscultó, y con toda suavidad le palpó el abdomen. También le preguntó por su familia ("y cuantos nietos tiene, Don Jesús") y por los hermanos que habían quedado en su tierra, la vieja Asturias. Le habló del encanto de sus colinas verdes y de su música, de su gente buena y recia. Don Jesús contó con voz afónica alguna anécdota borrosa de la aldea. En esos momentos los recuerdos lejanos eran para él lo más importante; era su infancia, sus padres. Pedro escuchaba
con atención e interés. La actitud de tomar el pulso se había convertido en un abandono de la cuidada mano del Profesor sobre en la fría y nudosa del anciano.
Mientras se retiraban de la Sala caminando silenciosos por el pasillo, Pedro tomó del brazo a Marcos interrumpiendo su marcha.
–Doctor Morana: Lo puedo tutear...? Con una sonrisa Marcos le contestó:
–Profesor, hacía años que nadie me trataba de Usted; por favor, hágalo que me va a hacer sentir mejor.
–¿Que te parece si lo vamos a buscar a Bernabé y caminamos un rato por el jardín ? Por si nos llegan a necesitar, dejamos dicho que nos busquen allí. Aquí hay mucho olor a encierro y además, creo que está por salir el sol...
Así comenzó el nuevo día del Profesor Pedro Suarez. Sentado en un banco de jardín bajo un plátano frondoso, en el silencio de la madrugada que se iba poblando del canto de los zorzales y tirando piedritas pensativo en el agua de la fuente. Y acariciando un vulgar estetoscopio de estudiante.
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