jueves, 6 de noviembre de 2008

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 2

MAGDALENA

El frío del piso lo tranquilizó. Apoyada la espalda en la pared áspera, sentía que en aquella capilla silenciosa y alumbrada con la cenicienta claridad de la luna no estaba solo y que nunca lo había estado. Dejó vagar su alma al compás de las sombras oscilantes.
"¿Sabés, Magdalena? A veces quisiera estar seguro. Saber que todo es como debe ser, como debería ser. Que la luz es buena y la oscuridad es mala, que en los hombres hay mucha compasión que no pueden mostrar sólo por miedo. Que si no hubiera miedo no habría maldad. ¿Te acordás? Aquella noche fue buena. Aquella noche supe dos cosas: que estaba enamorado de vos y que esa era la cruz que Dios me había elegido. Para que pudiera saber cómo era la ternura y que yo era un humano más, un pobre humano más. Vos elegiste el silencio. Dejaste que este cura infeliz e inseguro hablara con el corazón abierto, toda su sangre manando sin esfuerzo ni dolor. ¿Sabés? No me molesta ser inseguro, o quizá sí me molesta, sólo que lo prefiero así. No me gusta la gente segura de sí misma. Pienso que si pudieran ver más claro, esa seguridad se derrumbaría sin ningún estruendo. Porque esa seguridad no es nada. Por eso te elegí a Vos. Porque Vos preferís a los débiles, inseguros, inocentes. A los perdedores de siempre, a los fracasados, a los pobres de espíritu. A los capaces de enamorarse sin reservas, y también de renunciar a la ilusión por un Amor que sólo se puede vislumbrar. Un Amor sin sombras pero también sin seguridad. ¿Fuiste una visión, Magdalena? ¿Y Vos, Señor? Tengo para Vos una queja: Te puedo pedir cualquier cosa buena, sé que me la vas a dar. Estoy bien seguro de ello. Pero Señor, hay una cosa que no puedo pedirte. Y es la cosa más importante. De ella depende todo lo demás. De ella depende que no tengan razón, que no triunfen los soberbios, los seguros de sí mismos, los malvados. Lo que no puedo pedirte, Dios, es que existas. Y si vos no existieras, todo habría sido un monstruoso mal entendido. ¡Pobre Pedro ! ¿Cómo dijo ? "Quisiera tener la fuerza de tu fe..." .
La lucecita del sagrario flotaba en el aceite con su insignificante temblor rojo, flotaba en el aceite que renovaban unas ancianas que confiaban en otra vida. Porque también confiaban en él, el padre Juan. Como vos, Pedro. Que encontraste el tesoro escondido. El de los colibríes, ¿Te acordás? Virgencita, mi amor. Sos joven y tenés la cara de ella. Que lindo es tu bebé, mamá...

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—Juan... ¿Qué hacés aquí...? Despertate Juancito que dentro de un rato tenés que dar misa...!
Marta le sacudía un hombro. Juan abrió los ojos y sonrió como el chico sorprendido en una travesura. Los pájaros dueños del paraíso avisaban a través de las ventanitas de la capilla que ya era de día. El sol del amanecer las pintaba con un rosa tímido como a vitrales mecidos con el aliento del cielo. Marta trataba de disimular el gesto preocupado.
¿Te das cuenta que sos un chiquilín…? Mirá el susto que me hiciste dar. Dormido en el suelo de la capilla...! Si por lo menos te hubieras pasado la noche rezando, una tendría algo para lucirse. Imaginate... ¡Mi santito, el Padre Juan! Pero esto no se puede ni contar. "El cura se mamó con vino de misa". ¡Mirá que papelón...!

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