jueves, 27 de noviembre de 2008

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 8

SARA

Sin buscarlo, el recuerdo lo alcanzó cuando más lo necesitaba. En medio de la fiebre, la mano fresca de Sara en la frente. Y él, agradeciendo a la garganta inflamada el encontrar, a los seis años, alguna intimidad con su madre. Había sonreído por dentro. Quiso besar esa mano; Sara, presintiendo el gesto la retiró y se puso a ordenar la mesa de luz, o a guardar el termómetro. Algo que sellara la coraza de su propia fragilidad. No te pude conocer, mamá. Creo que cuando nos encontremos de nuevo, podré entender. O quizá no haya nada que entender y seamos tan simples que todo se nos muestre en un solo plano, un solo color, una sola, infinita profundidad. "Como esclavo que suspira por la sombra, o como jornalero que espera su salario, así meses de desencanto son mi herencia, y mi suerte noches de dolor..." ¿noches de dolor… desencanto...?

–Lo acompaño en el sentimiento, Padre... No conocí mucho a su madre, pero
vamos a rezar por ella y por Usted. Gracias, Teresa, muchas gracias...

Te di lo que pude. Siempre busqué detrás de tu mirada algún cabo suelto... Quería saber si lo pudiste perdonar a papá... Si tan siquiera lo intentabas... "Mis días han sido más raudos que la lanzadera..." Si el encierro de esta pieza me clausurara por fuera como ahora me siento por dentro... Si toda esta gente y su pobre amistad pudieran entrar dentro de mí, me hicieran sólido, me dieran peso e impulso...Estás ahí, Señor...?...

–Y ya sabe que nuestra casa es suya, para lo que quiera Padre Juan. Le
agradezco, Don Roberto. Y gracias por venir... Juancito, ¿te traigo un té...? Estás con mala cara, querido. (Vos Marta fuiste la persona más cercana a mí. Quizá nunca puedas saber todo lo que te debo. Estuviste siempre con ella y la cuidaste como a tu propia madre. No te lo puedo decir porque no te gusta llorar delante de la gente...) No, querida, por ahora no... Quedate un poco conmigo, Querés ?

"...y los encontró dormidos por la tristeza..." Hacé que la melancolía no me aniquile, Señor; que pueda enjugar todavía alguna lágrima, dar alguna esperanza, hasta alguna confianza, algún entusiasmo... Isabel, a su lado, le tenía tomada la mano y se la acariciaba. Lloraba en silencio. No te pude ayudar, nena. Intenté acercarme a Santiago y no pude. Quizá debamos aceptar que nuestro destino sea seguir acompañándonos en nuestra soledad. "Que no busque tanto ser servido como servir..." No miremos más para adentro, hermanita, estamos juntos y con mucho por hacer, ¿No te parece...?

Había sido Marta la que llegó corriendo, asustada. ¡Vení, Juan, que la abuela se descompuso...! Corrió al lado de la cama de Sara. Ella lo miró espantada. ¡"El gordo...!" Juan entendió. Un rato después, el Padre Luis llegó en su destartalado Citroën. Hacía ya tiempo que Sara no pedía la confesión; Juan había supuesto que tampoco la necesitaba, perdida en la niebla de su conciencia, sentimientos y recuerdos. El Padre Luis había sido el confesor de sus últimos años. Era un hombre demasiado grande y demasiado callado del que Juan nunca escuchó más que frases de circunstancias. Sin embargo, debía tener la elocuencia que Sara esperaba de un sacerdote, porque nunca aceptó confesarse con otro. Quedo en deuda con vos, Luis. Aunque nunca lleguemos a ser amigos, te voy a deber siempre las palabras que tuviste con mamá. Y a vos, Jesús. Después de aquella conversación con su cura, Sara había cerrado los ojos por un largo rato. Parecía más joven en la agonía. Cuando los abrió, se encontró con la mirada ansiosa de su hijo. Juan creyó ver en ellos una luz nueva. Podía hasta encontrar, en los pliegues cruzados de su cara de anciana, un comienzo de sonrisa. "Gracias Chiche..." y le apretó levemente la mano. Así murió mamá. Y eso me basta para guardarla junto a papá (también a ella) en esa parte del pecho que duele. ¿Sabés, hermanita? Tuvo una buena muerte, mamá. "El poder del Señor se apoderó de mí y el Espíritu del Señor me arrastró y me dejó en medio de la llanura cubierta de huesos... Hijo de hombre, dijo, que la vida vuelva a esos huesos..."

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A pesar de ser un viernes, la capilla estaba llena. El día anterior había sido el entierro y a la misa del Padre Juan fueron muchos que no habían podido velar con él a Sara. En el momento del sermón, Juan se adelantó. Con su mirada cansada recorrió los rostros de toda aquella gente que estaba allí porque lo quería. Intentó comentar el evangelio del día y no pudo. (Jesús, creo que ellos se merecen todo. Ayudalos en sus cosas, son buena gente. Y a mí ayudame a ser honesto con ellos, darles Tu palabra, pero también darme yo; aunque más no sea, darles mi debilidad)

"Amigos. Les agradezco mucho que estén en esta misa. Ustedes saben que los necesito. Yo debería en este momento dar un buen sermón que los ayude a vivir el Evangelio. Pero ustedes al estar aquí en estos momentos, me están dando una enseñanza a mí; me están mostrando su cariño. Y el amor es la respuesta a todas las preguntas que ustedes y yo nos hacemos". Tomando el misal, Juan buscó al profeta Isaías y a través de sus lágrimas leyó: "El Espíritu del Señor está sobre mí... me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres...a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación." Amén.

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