ISABEL
No podía ni quería aceptarlo. Hasta llegó a pensar alguna vez que de ninguna manera, que no podía ser cierto. Si su matrimonio era un fracaso, su vida entera era un fracaso. No había tenido otro proyecto que ese. Antes de terminar el secundario ya había comenzado su noviazgo con Santiago. No imaginó desde entonces para ella otro destino que el de formar con él una familia. Una con hijos (tal vez muchos hijos) con proyectos y con ilusiones en común. Con muchos momentos compartidos, buenos y malos, pero siempre vividos entre los dos. Ayudándose y acompañándose siempre. Sueños ingenuos, basados en nada, pensaba ahora. Pero que le habían dado sentido a su vida simple. Santiago era fuerte y estaba lleno de ideas. Ella había guardado toda su ternura para él. Pensó en sus padres, en su pobre padre. En esos momentos imaginó que podía comprenderlo. Quizá ella estuviera experimentando ahora en carne propia su mismo tipo de dolor. Dolor estéril... vida vacía. Isabel rumiaba estos pensamientos mientras miraba sin ver por la ventanilla. Si por lo menos pudiera llorar. Pero ni siquiera eso. No sentía ya nada por Santiago. Sólo el deseo de no verlo más paladeando odios mezquinos tirado en el sillón frente a la tele, refugiado en el sarcasmo y la ironía para sentirse alguien por un momento. Isabel no sentía el corazón. El odio que a veces la hacía hiriente salía de su cabeza, de su estómago, de su vientre ya seco e inútil. Tampoco esperaba nada de su hermano cura. Siempre lo vio parecido a papá, débil, bueno, inofensivo. Quería a su hermano mayor como una madre a un hijo enfermo. No lo podía imaginar protegiéndola de nada. De los tres, había sido él quien más sufrió. Benjamín había huido con el pretexto de su carrera. Eligió comenzar desde cero una vida distinta, mujer, cultura, país distinto. Quizá fuera Benjamín el único en comprender que esa era la forma de no repetir la vida de sus padres. Pero Chiche era demasiado bueno. No hubiera concebido salvarse él solo. Siempre se sintió en deuda con su madre, con sus hermanos. Hasta con su padre. Sobre todo con él. Isabel se miró las manos. No tenían arrugas y las uñas estaban prolijas. Hubiera deseado tener un nudo en la garganta, un dolor en el pecho. Asustada, comprobó que no sentía nada. Ni dolor, ni desánimo, ni angustia. Sólo una fría indiferencia. (¿Es así como se siente, papá?). El colectivo llegó a la parada. Tenía que caminar todavía cinco cuadras para llegar a la parroquia de Juan (veredas desparejas, calles de tierra, chicos y perros). En la capilla, Juan terminaba su misa ante cinco viejas. Oscura, húmeda, con el olor rancio de las velas y de los años (Náusea. Vos también fracasaste, Chiche. Y yo me estoy pareciendo a mamá. Que irónico; ver tan claro lo que no debo, lo que no quiero ser, y sin embargo...)
–¡Hola Isabel..! ¡Que bueno que viniste...! ¿Tomarías unos mates? Juan sabía que la inesperada visita de su hermana debía tener algún propósito. Nadie se llegaba hasta ese suburbio porque sí. Desde tiempo atrás Juan temía por Isabel. La notaba triste; envejecida y triste. Hacía ya varios meses que no veía a Santiago. Siempre se esforzó en querer a su cuñado pero nunca lo consiguió. Hubiera deseado suponer que eran los lógicos celos hacia el novio de su única hermana, pero el hecho es que nunca pudo acercarse a él.
–Vení, acompañame: mientras yo caliento el agua en la cocina, vos le charlás un rato a mamá...
Isabel se sentó al lado de Sara. Estaba en el comedor, mirando la pantalla de la T.V. apagada. Después de preguntarle por la salud (Sara se encogió de hombros) comprobó una vez más que con su madre no tenía nada de que hablar. Quedaron las dos en silencio; Sara ensimismada mirándola cada tanto de soslayo; Isabel estudiando con detenimiento las fotos que colgaban de la pared.
–¡Chiche! ¿Dónde encontraste esta foto...? En blanco y negro y caminando por un sendero de conchilla, estaban todos ellos: Papá y mamá del brazo y sonrientes (le costó reconocer a Sara) y los tres hijos tomados de los hombros. Isabel mirando a la cámara con coquetería, Juan asustado, y Benjamín en una curiosa actitud; apoyaba su mejilla en el costado de Sara que le acariciaba la cara con la mano. (en un tiempo, cuando ellos eran chicos, mamá sonreía y acariciaba. Y papá... Isabel lo recordaba siempre sonriendo. A veces con timidez, como con culpa) Así pudo comprobar Isabel que seguía viva. Ya a solas con Juan y sentados en el jardín bajo la tarde que caía, comenzó a llorar, suavemente al principio, ahogando gritos de amargura después contra el pecho de su hermano, aferrando en él a sus padres perdidos, a su vida. Juan la abrazó tiernamente; dejó la pava y el mate en el piso para acariciarle la cabeza... un tiempo largo. Sin palabras, se dijeron todo.
Un rato después Juan comenzó a hablar. Le habló de la infancia y del cariño de la familia, de la belleza de la vida pasada... Con delicadeza, fue llegando a la situación actual. Dios conocía los sufrimientos de mamá y papá y El sabría como compensarlos; Benjamín estaba creando el argumento de su propia aventura; él, Juan, ten{a que agradecer todos los días su vocación y los amigos que ésta le daba... Y ella, Isabel, la de haber sido encargada de acompañar al hombre que la había querido. Habló de Santiago, de su lógico resentimiento contra un trabajo sin estímulos ni horizontes como no sea el de la jubilación y sólo unido a la vida por una rutina y unos pocos compañeros de oficina.
Mientras tomaban unos mates ya fríos, a Juan se le ocurrió la idea. Había encontrado la forma.
–Decime, Isabel... ¿Santiago sigue jugando a la paleta? Se me lesionó el compañero y me gustaría que me haga pata. Tengo pendiente un desafío contra unos charlatanes del barrio... Decile que después de perder nos van a pagar el asado. Si te parece, mañana o pasado me voy por tu casa y le cuento...
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