jueves, 16 de octubre de 2008

EL SUEÑO

Mientras él estaba sentado en el tribunal, le mandó decir su mujer: “No te metas con ese justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa”.
Mateo 27,19


Sumergida en una atmósfera oscura y viscosa, soporta en el pecho el empuje de mil montañas. Terribles fuerzas sigilosas, huracanes helados la desgarran, vive el abandono de los dioses, también ellos paralizados por el terror. ¡Esa voz...! ¡El bramido de todos los siglos en esa voz que quiebra los cimientos del mundo...! La mujer agoniza roída por la angustia, como su casa, como sus lares, se desintegra olvidada en un abismo de vértigo. La vida se le va. Ávidos gusanos pugnan por abrirse camino, dientes diminutos que la devoran por dentro. Con alaridos desgarrados implora a los dioses ausentes. Porque también Júpiter tiembla ante la voz. El dios temeroso llama al rayo y el fuego del cielo no le obedece. La lluvia se oculta y el universo se ríe de su impotencia. Marte y Quirino huyen acobardados. La loba esconde su terror en la cueva del monte palatino. Del otro monte, del monte extranjero, sale el espanto de la voz multiplicada en todas las cavernas, repetida por todos los peñascos. Su hombre está cerca, pero parece ausente. Como ciego avanza hacia el vacío, ignorando la muerte que lo espera, inmundas fauces abiertas, mares de fuego e inmundicia. Él no escucha la voz terrible: “¡Es mi hijo...! ¡Mi hijo...! retumban los barrancos, se estremecen las cumbres. Su hombre, ciego y sordo, besa al asesino que huye. Flagela y da muerte al joven sereno, doliente, al hombre de la paz. Aplauden las bestias del desierto, pisan huesos de profetas y ríen, barbadas, vestidas con rígidas mantas, borlas y filacterias. La mujer mira. Quiere gritar pero no tiene voz. Con fuerza sobrehumana intenta caminar, interponerse en el camino del látigo, despertar a su hombre. No puede. De ella solo quedan ojos y oídos, el resto es estiércol, larvas bullentes y satisfechas...

Los rayos del sol entristecido por pesadas nubes despiertan a la mujer. Cubierta de sudor, atenazada por una angustia desconocida, se sienta en el lecho. Trata de recordar y comprender. Por último, apremiada por un oscuro presagio, manda el mensaje a su hombre, el procurador Poncio Pilato.

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