sábado, 19 de julio de 2008

IMITACION DE CRISTO

En Pedernales mentaban siempre las chuscadas del domador Justo Ordoqui, hombre al que solo vi —una vez en la vida— cuando el entierro de mi abuelo. A quien fuera su confidente le tocó, entonces, aferrar la octava argolla del cajón.
—¿Qué fue de él? —quise saber de vuelta al pago tras ausentarme muchos años.
Luego de aclararse la voz, trago de ginebra mediante, mi informador recordó: “Me honré con su amistad. Juntos compartimos más de un asado y floreadísimos partidos de truco. Mentía sin asco el sabandija, aunque fuera peliagudo correrlo o tan siquiera pescarlo en falta. Además, leía a sabiendas los gestos y el tono del rival antes de arrojar sobre la mesa el naipe victorioso. Desde la parrilla lo oí protestar a menudo: En mis tiempos, el pollo quedaba para las mujeres, los atrasados de salud y algún gringo antojadizo. Hablaba de a ratos, como las urracas, y en esas parrafadas repentinas su áspero tono descendente exigía parar la oreja, hacia el final, ante ese organito que se iba quedando sin cuerda. Sin embargo, jamás cansaba, y no había quien, oyéndolo a solas o en rueda, se pudiera despedir de él. Cáustico, aunque siempre cortés, ablandaba cada sentencia con giros más bien propiciatorios, al estilo de: Sepa usted disimular, pero... , preludio de algún pensamiento siempre sorprendente y altamente original”.
El relato saltaba de las brasas al frontón —donde aquel bagual solía sacudir fuerte con la zurda, extendiendo con cada paliza su fama de imbatible— y, de rebote, a los corrales, teatro de otras hazañas suyas. Con los caballos, parece, comía del mismo plato, pero fue chúcaro con las mujeres. Si acaso caía por El palomar de Cupido, no fue precisamente para tratar con ellas, pupilas de la casa, cuanto más, para arrimarse al estaño y aliviar la sed.
Bueno, al grano. Ya clueco, sintiendo próxima su hora, Ordoqui manifestó a un ahijado suyo tener algo importante que revelar a las autoridades. Apuralos, m’hijo. La golosa anda ahí afuera pronta a hincarme el diente. Dientes de rata —digo— que a plazo fijo le pelarían el pellejo.
Corrieron, pues, a visitarlo, el juez de paz y el comisario, acompañados por el rancio vaho del semillón. Sentados a cada lado del catre donde se escurría el moribundo, ambos compusieron caras largas. Qué contraste la papada del milico y el mezquino cogote del magistrado. Ninguno había ido sino a oír al que callaba, para llevarse y guardar como reliquia quién sabe que verdad oculta.
Cegatón, Ordoqui no despegaba los labios, ya resecos; tampoco parecía sufrir las angustias de la espera. Un pesado silencio sepulcral estrechaba el cuarto, si bien los perros no cesaran de aullar detrás de las casas. Su nariz fingía filo de navaja. Las chuzas arañaban la almohada y, de manos cruzadas contra el pecho, se tapaba la barba blanquecina. Rabonas las cobijas, resultaba fácil contarle el costillar.
—¡Padrino! ¡Padrino! —lo sacudía cada tanto el ahijado, inútilmente.
Con su manía octogenaria de preverlo todo, ya tenía elegido un lotecito de tierra, entre cardos y ruinas de piedras sepulcrales, contra la tapia del cementerio, allí donde la copa de un gomero centenario extiende desde la calle su sombra protectora. Y no sólo eso: debajo del catre acechaba el cajón donde pararían sus huesos.
Esperando no sabían qué, el hombre de la papada y el del cogote mezquino mostraban en la actitud, en los ojos, ese íntimo desconcierto, esa sensación de recelo frente a lo efímero de nuestra vida que impone el espectáculo de la agonía ajena. Inquietos, pero fascinados por el bordoneo de la muerte, cada tanto sentían la irresistible atracción de mirar bajo la cama, y aunque tratasen de apartarlos, volvían sus ojos una y otra vez hacia aquellas tablas de pino aún impregnadas con el oloroso aroma de la resina.
Como se viniera la noche enlazando al pampero, habló el milico con el ronco desentono de quien está acostumbrado a ordenar y ser obedecido, para recordarle que estaban ahí a pedido suyo. Lo dijo mientras se secaba la frente con un pañuelo no demasiado limpio, sin saber ya cómo acomodarse en la silla ni si aguantaría un minuto más semejante plantón. El cuello de su camisa era tan estrecho que lo sofocaba.
—¡Dichooooosos los ojos...! Les agradezco tanto... balbuceó por fin Ordoqui con voz de ceniza. Pálido reflejo de sus antiguos días, un brillo fugaz le iluminó las pupilas húmedas. Los he molestado —dijo— porque quiero morir como murió Jesucristo: entre dos ladrones.
“Y en paz consigo, estiró la pata. En fin... aquel justo también se fue de este mundo en lienzos, como nuestro Redentor”, concluyó mi informante.


Carlos Begue

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