domingo, 15 de junio de 2008

CATEDRAL - JAKOB (Tercera parte)

Las tres noches del Rucaco – 1

El filo del cordón Catedral que habíamos alcanzado une dos de las innumerables puntas del cerro: la Piedra Inclinada y La Torre. Como desde cualquier punto elevado de aquellas montañas, el paisaje es imponente e infinito. Picos nevados hasta donde se pierde la vista, valles ocultos y lagunas atrapadas en la altura. Y por supuesto, el silencio inquietante de las cumbres matizado por el silbido suave del viento. Viento sin hojas, sólo de aire y de piedra. Pero lo que atrae hipnóticamente es la profundidad y amplitud del valle del río Rucaco. Desde el filo, el río no es más que una larga cinta angosta, serpenteante y grisácea dibujada en el lejano verde del abismo.
—Bueno… Se acabó la joda. Ahora hay que bajar por aquí. Después de consultar su precaria hoja de ruta, Guille había encontrado en una gran roca la primera de las marcas de pintura amarilla que señalaban la picada hacia el fondo del valle. Todos sabíamos que solía haber más peligro al bajar que al subir una cuesta. Por ese motivo, Guille eligió el último puesto en la fila india; de esa manera podría socorrer a quien viera en dificultades. Yo tuve que iniciar la marcha después de soportar mil recomendaciones:
—Fijate bien por dónde vas, no perdás las marcas de las piedras porque nos vamos a la mierda… (me duele confesarlo, pero estaba bien claro que me había ganado la desconfianza general) El único que conservaba algún atisbo de respeto por mis condiciones de montañista era Juanjo (o quizá por algún motivo no se atrevía a manifestar sus temores).
La picada que descendía hasta el valle y que seguí escrupulosamente, discurría por una acentuada pendiente de lajas sueltas y movedizas, asentadas sobre otras lajas sueltas y movedizas. Casa paso representaba un riesgo y exigía mil precauciones. A veces la laja elegida se deslizaba; como la mochila aumentaba la dificultad para mantener el equilibrio, los resbalones e interjecciones irreproducibles a seis voces matizaban la bajada. El golpe más memorable lo protagonizó María José. Concentrado como estaba en mantenerme sobre mis pies y sin perder la ruta, sólo pude oír un fragor de piedras despeñándose; después me llegó la nube de polvo. Según me contaron esa noche, Guille frenó la caída con un ágil salto y un tacle.
Pero todo tiene su fin. Después de hora y media de sufrimiento, tambaleantes, sucios y magullados, nos encontramos descendiendo por el cauce seco de un arroyo y más tarde chapoteando en un mallín llano, casi a nivel del río. Recién entonces nos permitimos un descanso. El cielo se mantenía despejado, y al emparo de los arrayanes ya no había viento. No obstante, la transpiración que habíamos ganado en buena ley se enfriaba rápidamente en la espalda, por lo que anhelábamos llegar a un lugar con agua y sombra, prender el fuego y armar las carpas.
La picada seguía, ahora como sendero en un bosque de ñires, y lengas, abierto y sin cañaverales, el suelo alfombrado con hojas pudriéndose pacientemente, leña seca, silencio y troncos retorcidos. Cuando encontramos el curso de un arroyo sabíamos que ésa era la llegada. Es poco probable que alguien —por mi parte, renuncio expresamente en este mismo momento— consiga describir con palabras lo que se siente cuando después de un día entero de caminata, ascenso, descenso, piedra, caídas, nieve, viento, barro, cansancio, incertidumbre y frío se llega a un sitio bajo los árboles y se decide: “Este es el lugar. Aquí ponemos una carpa, aquí la otra, allá prendemos el fuego, arrimamos aquel tronco para sentarnos mientras calentamos el agua…” Es llegar al hogar. Aunque sea la primera vez que se pisa esa parte del globo, ése es el hogar. No importaba sólo el simbolismo del fuego o el hecho de poder estar sentados en rueda después de tantas horas de mirarnos las espaldas; tampoco la agradable sensación de triunfo por haber llegado. A esa hora era también un hambre voraz de comida caliente.
—¿No se comerían unos tallarines con salsa? Anita era una artista de la cocina marginal y deshidratada que estábamos obligados a consumir. Cargando en las mochilas las provisiones para varios días, era imprescindible ahorrar peso y volumen, por lo que nos estaba vedado el recurso de la carne, el pan y aún el de las latas. Anita —a veces la reemplazaba Ofelia— se arreglaba con tallarines, polenta y arroz, salamines, sobre de sopa crema, queso rallado, sal, criollitas, leche en polvo y café soluble, a lo cual yo había agregdo muestras de Nestum y Cerelac (muy alimenticios y muy gratuitos) También disponíamos de un recipiente de 5 cm. cúbicos y de apariencia inofensiva cuyo misterioso contenido donado por un amigo de buen estómago, tenía la virtud de hacer transpirar a una merluza dentro del freezer. El nombre dado por nosotros a este elixir era “Picantol”. Como esa noche prometía ser fría, Anita nos preparó fideos con una salsa ad-hoc hecha con sopa crema y leche en polvo, todo espolvoreado con abundante queso, aspergado con Picantol y regado con ginebra.
Mientras devorábamos la cena sentados en grandes troncos que habíamos dispuesto alrededor del fuego, trazamos el plan para el día siguiente. Hubo consenso general: convenía levantarse con las primeras luces, y después de desayunar reiniciar la marcha. La próxima etapa consistía en remontar el curso del río, cruzar el cordón del Tres Reyes y bajar, del otro lado del filo, hasta el refugio San Martín, sobre la laguna Jakob. Allí nos esperaba un colchón, una botella de vino, pan de verdad y la compañía de otros trashumantes. Nos preocupaba el tiempo, ya que nuevamente se estaba nublando. Pero nos esperaba una desagradable sorpresa…
(continuará)
(de “En Carpa”)

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